La editorial Leteo nació hace pocos meses por el impulso de dos escritores, Jorge Consiglio y Christian Kupchik. Su primer título es Katsikas, una colección de relatos de Pedro B. Rey (Buenos Aires, 1967), escritor, traductor y periodista. El arte de tapa y las ilustraciones interiores fueron realizadas por Eduardo Stupía.
En la atmósfera de Katsikas se entrecruzan Lermontov, el compositor Anton Webern, el escritor Katsikas y las carreras de caballos.
Escritores del Mundo comparte con sus lectores un fragmento de uno de los cuentos: "Dédalo".
En la atmósfera de Katsikas se entrecruzan Lermontov, el compositor Anton Webern, el escritor Katsikas y las carreras de caballos.
Escritores del Mundo comparte con sus lectores un fragmento de uno de los cuentos: "Dédalo".
Últimos días de invierno de 1962. El cerco empieza a cerrarse, empieza a cerrarse el cerco. Amenaza con una última ofensiva. Al menos es lo que presiente Katsikas, sentado frente a su escritorio, de cara a la ventana. La radiante luz del exterior reduce todo lo visible a su mínima expresión y vuelve más blanca la camisa almidonada que lleva puesta. Katsikas se coloca las manos en la frente para ver mejor lo que tiene delante: los lápices y lapiceras, la hilera maníaca que forman los sacapuntas de metal, las hojas cuadriculadas. Se reacomoda la ingobernable montura negra de los anteojos y, antes de decidir si va a intentar escribir algo, llega a la conclusión de que en toda esa claridad no se esconde ninguna metáfora sobre su indecisión, ni siquiera el fantasma del horror vacui. Es algo más irreversible: el recordatorio de que alguna vez el mundo va a ser un destello bruto, impersonal, indiferente. Apenas eso.
Últimos días de invierno. 1962. Viernes por la mañana. Afuera, domina el sol; adentro, campea un frío minucioso. Séptimo piso: el último, si se descuenta la terraza. Katsikas vive en ese antiguo departamento desde siempre. Las estufas caducaron durante la última semana con rigurosa puntualidad, una detrás de otra. Delante de su cara rotan anillos de vapor gélido. Tiene que hacer tiempo. Tiene que hacer tiempo para, después, visitar a Giorgione. Desde que lo dieron de alta hace una semana, el pintor no entra en actividad antes de media tarde. Le lleva un rato estabilizarse, empezar a lidiar con el mundo, le contó Giorgione ese mismo día, cuando lo llamó por teléfono a las cuatro de la mañana y Katsikas lo escuchó sin poder desenraizarse del inframundo de los sueños. Más que despertarse, le dijo el otro, tiene la impresión de estar ascendiendo desde algún lugar húmedo y profundo, de ser un buzo con escafandra que, desde abajo, va detectando sobre la superficie palabras que flotan aisladas, inconexas, a la deriva, imposibles de ligar. Katsikas tiene que hacer tiempo. Encontrarse esta tarde con Giorgione es su único plan en el horizonte. Giorgione, que todavía se repone de su accidente, funciona en estos días como pivote casi absoluto de su existencia. Habla con el pintor al menos una vez por día. Son las diez de la mañana. Tiene que hacer tiempo hasta las cinco de la tarde. Sigue escuchando, ni por un momento deja de escuchar la voz de Giorgione, insomne y telefónica, en medio de la noche: que puede visitarlo, le dice, pero si llega antes, si llega a interrumpirle el sueño va a recibirlo a tiro limpio. Giorgione viva a apenas cuatrocientos metros de donde él vive es, en todo caso, una desventaja, una complicación suplementaria porque, además de hacer tiempo, Katsikas tiene que distraer la masiva presencia del cerco. El cerco. Sólo se lo puede distraer de manera transitoria, con tareas de altísima concentración, aunque a poco de suspender esas operaciones Katsikas se da cuenta de que no se movió un centímetro, de que el cerco nunca dejó de estar ahí. En principio es por eso, para distraer el cerco, que se dispone a escribir. A Katsikas escribir, en realidad, no le gusta nada. Lo considera una pérdida de tiempo, otra labor milenaria destinada a la extinción inevitable. Nadie va a escribir dentro de, ¿cuánto?, ¿tres, cuatro, cinco décadas?, pero, aunque el porvenir se presente tan manifiesto, sentarse al escritorio, ponerse a garabatear, es el medio que tiene más a mano para dejar el cerco entre paréntesis. Abre, entonces, la cajonera del escritorio. Del fondo saca un cuaderno forrado en tela azul. Nunca le gustó escribir, pero sí registrar argumentos, por el simple pasatiempo de anotarlos, en ese cuaderno maltratado por el uso. Las páginas vienen llenándose con su letra microscópica desde que tenía catorce años, hace una década. Hay en promedio una decena de argumentos por página y un centenar de páginas plagadas de oraciones prolijas que no desperdician una línea del cuadriculado. Un millar de argumentos, según sus cálculos, sacrificados de manera gratuita a la nada. La mayoría no tiene más de dos o tres líneas y, de los más extensos, ninguno, de tantas contradicciones internas, toleraría un desarrollo en forma y regla. Katsikas hojea el cuaderno. Leerlo ya no le inspira nada. Perdió por completo, si es que la tuvo alguna vez, su capacidad de persuasión. Así y todo lo repasa de adelante para atrás, de atrás para adelante, en abanico, hasta que, tras explorar diversos sectores, empieza a escribir sobre páginas limpias, de corrido, una frase tras otra. No puede detenerse. Escribe tres horas, sin solución de continuidad.
Suspende la tarea a la una exacta de la tarde. La luz se escamoteó del cuarto. El frío es una fábrica de producir más frío. A pesar del trabajo ininterrumpido, que duró tres horas exactas, las manos están blancas, paralizadas. Para recuperar temperatura, se frota las palmas contra la franela de los pantalones grises. Nunca, hasta el año pasado, se le había ocurrido ir más allá de las sobrias líneas argumentales de aquel cuaderno azul. Pensar, se dice, mientras recobra el aliento, porque el ensimismamiento le altera el ritmo respiratorio, pensar que empezar a escribir fue pura casualidad, una manera de despistar el duelo, de esconder la cabeza en el rincón más inaccesible, donde no lo alcanzara la dañina luz del mundo. Abril de 1961. Dieciséis meses atrás. La madre muere de un aneurisma. Muere de improviso, pero esa muerte, por fulminante que haya sido, no lo toma desprevenido. Durante años Katsikas supo que más pronto que tarde se quedaría solo como un hongo y su repentino estado de orfandad no viene más que a confirmar, de manera prematura, esa certeza. La madre, para subrayar lo irrebatible del hecho, muere en la misma fecha en que, diez años antes, había muerto el padre, el inmigrante macedonio que hasta hace poco lo visitaba noche por medio para darle toda clase de consejos impracticables y que, desde que falleció la madre, no volvió a comparecer. Sin parientes ni amigos cercanos, Katsikas se adapta como puede a su nuevo estado civil. Del entierro de la madre pasaron apenas tres días. Afuera se arremolina un otoño torpe, más bien centrífugo. Por hacer algo, empieza a leer tal o cual página del cuaderno azul. Cuando se quiere dar cuenta —a tal punto se obligó a no pensar— descubre que acaba de redactar dos relatos extensos. Es como si hubieran estado escritos en algún lugar suprasensible y él, anonadado, se hubiera limitado a copiarlos. Los argumentos del cuaderno, todos, del primero al último, pertenecen al género que da en llamarse literatura de anticipación o, si se prefiere, ficción científica. También estos cuentos complementarios, aunque no se sepa qué anticipan. Narran la misma peripecia interplanetaria desde puntos de vista opuestos, el de los terrícolas que colonizan un planeta distante para usufructuar una poderosa fuente energética y el de los ínfimos gasterópodos que desde hace milenios habitan el planeta en cuestión y que, vueltos carnívoros por la simple presencia humana, apelan a toda clase de estratagemas para que a los intrusos no se les ocurra desertar de aquella estrella remotísima. Escribir le parece un acto sobrevalorado, pero producir algo, lo que sea, siguiendo la ley del mínimo esfuerzo, tiene, a su entender, algo satisfactorio. ¿Qué hacer? Los cuentos son producto de una circunstancia irrepetible. ¿Debería tirarlos, arrumbarlos en el cajón? Lo gana el factor sentimental. Si anota miríadas de argumentos inútiles en ese cuaderno, y esos argumentos pertenecen a una categoría desprovista del menor valor, la fantasía espacial, se debe a un simple proceso imitativo. Durante la adolescencia, la madre le daba para su distracción un modesto estipendio semanal. Katsikas no encontraba cómo gastarlo. ¿Qué hacer? Algo fuera de norma, como siempre. Se suscribió a revistas extranjeras que sólo él podía conocer y que mezclaban en sus páginas historietas, relatos de aventuras en parajes exóticos, fábulas galácticas. Enero de 1953. Dos años después de la muerte del padre. Katsikas tiene quince años. Tanto lee que una tarde de verano, en un campamento colegial obligatorio, los compañeros consideran que los está ignorando por simple arrogancia. Dado que, incluso si se le plantan al lado, no responde a sus llamados, lo sacan en andas con catre y todo. Katsikas no se entera de nada. Lo trasladan en andas y sigue leyendo. Entre seis lo llevan hasta la pileta, dan vuelta el catre y lo tiran al agua de cabeza. Su primera reacción al experimentar el brusco descenso del calor corporal consiste en aferrarse a la revista. Como no sabe nadar, va hasta el borde chapaleando. Sale escurriendo las hojas y, al caminar de vuelta a la carpa que le corresponde, no les quita la vista de encima a las páginas ni una vez. No es altanería: la historia malaya, o nipona, o siberiana en la que está sumido le resulta más cierta que cualquier zambullida en la realidad. Esos hechos suceden en 1953, mes de enero. Mucho después, en abril de 1961, un año antes, poco más, dieciséis meses para ser precisos, del invierno de 1962, suceden otros. Pasados tres días del funeral de la madre, inspirado por aquel recuerdo estival, decide mandar los cuentos recién escritos a la revista extranjera que estaba leyendo de manera compulsiva cuando lo tiraron a la pileta. A esa revista, y a un puñado de revistas del mismo tenor, le debe algo más que esparcimiento. Fue gracias a ellas que aprendió por las suyas, con el simple complemento de un diccionario, la lengua internacional con la que, en 1961, se gana la vida traduciendo. Él mismo, bien que mal, pasa los cuentos al inglés. Después, los manda por correo. Transcurren los meses. Se olvida del asunto. Entre tantas preocupaciones, detecta los primeros indicios de un cerco todavía distante, neutral, inofensivo. 1961, diciembre: meses después de aquel abril en que mandó los cuentos por correo. El calor impregna cada centímetro cuadrado de la ciudad. El autodidacta Katsikas traduce. Traduce con la constancia con que un mecánico arreglaría los coches (los Siams longilíneos, los Falcons vinílicos, los Valiants señoriales, los Ramblers de última generación) que vienen y van por la avenida, allá abajo, con una frecuencia y velocidad que corroboran el renovado brío de la industria automotriz vernácula. Se volvió un erudito en la materia, él, que ni siquiera sabría cómo poner en marcha ninguna de esas máquinas monstruosas. Tuvo que traducir y adaptar decenas de manuales de uso extranjeros para acompañar la producción creciente de vehículos. Está en cueros. De vez en cuando se rocía el cuerpo con la regaderita de mano que tiene para las plantas que, un año después, en el invierno de 1962, ya no estarán. En ese momento traduce, en medio del calor sofocante, un tratado sobre sistemas de refrigeración frigorífica. Suena el timbre. Le llega por correo un paquete revestido de estampillas rojas y verdes, símbolos del gran país del norte. Lo abre. Dentro hay cuatro ejemplares de la revista a la que, ganado por el factor sentimental, había mandado los cuentos. Son varias copias de agosto y septiembre. En la primera tapa, hay un plato volador que recuerda un vegetal o un bulbo algo asimétrico; en la segunda, la versión venusina, eso le parece al menos, de una antigua compañera de colegio de la que conserva un recuerdo borroso puntuado por poluciones nocturnas. La sorpresa es mayúscula. En las revistas descubre impresos sus cuentos. El paquete viene acompañado por una carta. Está en inglés y lleva la firma del director de la publicación, que pone por las nubes aquellas inspiraciones narrativas al mismo tiempo que da a entender —sin darse cuenta de lo que hace, sospecha Katsikas— que si se publicaron fue por razones de fuerza mayor: a último momento les había fallado el material de cierto escritor profesional que sin preaviso pasó a revistar una temporada en el psiquiátrico. Katsikas siente, cómo decirlo, una emoción avergonzada: nunca había entrado en sus cálculos que el simple conjuro de un duelo pudiera terminar por acrecentar la cadena, siempre progresiva y vertiginosa, del mundo impreso. El tono de la misiva es protocolar, aunque el director lo invita con entusiasmo a seguir mandándole sus trabajos. A la carta y las revistas, se les suma un cheque en moneda extranjera. Modesto, pero nunca inútil. ¿Podrá cobrarlo?
(...)
Pedro B. Rey
Buenos Aires, EdM, Marzo 2017
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