Horas más tarde de la batalla de Caseros (1852), Sarmiento fue a la casa de Rosas en Palermo, entró en el escritorio y se sentó a escribir con las plumas, la tinta y los papeles de su enemigo derrotado. Su función en el Ejército Grande había sido redactar los partes de la campaña, cargando a cuestas una imprenta para darlos a conocer de inmediato; pero esa noche se decidió por algo muy distinto, escribió cuatro cartas a sus amigos. “Era una satisfacción que me debía”, dijo. Lejos estaba de ser un gesto que colocaba un punto sobre el pasado, fue un acto en el que se proyectaba hacia lo por venir. Ya no era el hombre que había compuesto Facundo, era el escritor que sería Presidente (1868-1874). La escena hace contrapunto con otra, más de un siglo después y en EE.UU, la de William Gibson (1948) leyendo, muy joven, los cuentos de Borges reunidos en Labyrinths (1964). Estaba en una habitación ostensivamente formal y oscura, sentado en un sillón frente a un escritorio, todo un tesoro familiar, había pertenecido a Francis Marion, un héroe de la Independencia estadounidense, y guardaba en sus cajones un listado de los caídos en la Primera Guerra nacidos en la región.
Los escritorios nunca están quietos, solo se detienen en el momento en que hacen visible su característica fundamental, el conjuro, que tiene doble naturaleza: es fábula mágica y es confabulación. Sarmiento conjura en el escritorio de Rosas, y Gibson también mientras lee a Borges, cuando aún debía pasar mucho para que se convirtiera en el artífice del ciberespacio y bastante más para escribir la introducción de una nueva edición de Labyrinths (2007) en la que dio cuenta de los pormenores de aquella tarde: descubrió esa vez lo que hasta entonces se negaba a reconocer, el presentimiento de que el escritorio de Marion estaba “embrujado”. Y algo más: que la lectura de “Tlön…” había producido un cataclismo en su experiencia de lector. (Los dos descubrimientos eran, sin duda, inescindibles.) Gibson aseguraba que de haber estado a su alcance el concepto de software, habría palpado que se extendía de manera exponencial lo que “un día iba a definirse como banda ancha (bandwidth)”. Era obvio: el conjuro trazaba fábulas con el pasado familiar (Francis Marion y su casa) y otros espacios (“Tlön…” y Borges) para confabular los mecanismos de su propia literatura.
Si Sarmiento decidió sentarse al escritorio en lugar de llevarse las plumas y la tinta de Rosas, fue por la misma razón que Gibson hacía hincapié en la habitación donde se encontró con Borges. Porque esos espacios funcionaban como salas de máquinas que generaban la condición de posibilidad de todo lo demás. Así había sido desde los tiempos más remotos de que se tenga registro, como lo prueban las pinturas rupestres. La cueva de Chauvet, encontrada en 1994 en el sureste de Francia, se remonta a 35 mil años y es la más antigua de las que se conocen. Los Cromañón eran nómadas, no vivían en esas cuevas que seguramente antes habían sido guarida de los osos. Iban a allí a realizar rituales, conjuros en los que las imágenes dibujadas en las piedras se combinarían entre sí ofreciendo nuevas formas misteriosas –tal vez posibles repuestas a sus interrogantes-, con la ayuda de la visión alterada por la penumbra, la falta de oxígeno y algún brebaje. Nada de lo que se diga escapa a la conjetura, salvo el hecho de que esas fueron las primeras salas de máquinas, tan extrañas y próximas como nos resultan aquellos Homo Sapiens que fuimos. John Berger sugería que la noción que los Cromañón tuvieron del tiempo quizás se subordinaba a su idea del espacio: lo que dejaba de estar era algo que se había ocultado en algún lugar fuera de su alcance. (J.Berger: “La cueva de Chauvet”, El País, 28/IX/2002). Y ese es el mismo conjuro que reconocemos en los escritorios, con la diferencia que ellos no cambian de lugar las cosas sino el lugar que tienen las cosas.
José Hernández comenzó a escribir Martín Fierro escondido en el Gran Hotel Argentino, ubicado frente a la Casa de Gobierno, donde el Presidente Sarmiento había dictado la proscripción de su opositor político. Escribió los primeros cantos del poema en una libreta de cuentas de una pulpería, mirando el cielo raso de su encierro. Pero Martín Fierro comenzaba a cantarlos con una guitarra y voz propia en una pulpería, pidiendo a los santos del cielo que alumbraran su pensamiento.
En cualquier lugar se hacen espacio las salas de máquinas. Y todos los lugares pueden ser uno, y viceversa. Gibson contaba que, al regreso de un homenaje a Borges en Barcelona, una noche se quedó un buen rato frente al televisor, perdiéndose en las imágenes tomadas por una cámara de video en Plaza Cataluña. La cámara estaba fija y mostraba el paisaje a su alrededor, el suceder de la vida cotidiana en la marea de instantes anodinos; en medio de esos gránulos, Gibson creyó verse, estaba seguro de que ese hombre de sobretodo había sido él, y también que él no podía ser aquel, aun siendo imposible que no fueran el mismo.
Una sala de máquinas puede ser invisible. Agota Kristóf (1935-2011) se inventó una para soportar el trabajo en una fábrica de relojes de Suiza. Mientras las manos repetían el ensamblaje mecánico, ella componía poemas en húngaro. Era 1956 y había huido de Hungría con su esposo y una hija de pocos meses.
Las confabulaciones se inician en secreto: Bohumil Hrabal (1914-1997) quiso implosionar cada fábrica en la que fue operario. Como el régimen checoslovaco lo mantenía arrinconado, decidió que debía ahogarlo en su propio aliento. Se le negaba el ingreso a la Asociación de Escritores desde los 70, poco después del reconocimiento internacional por la versión cinematográfica de su novela Trenes rigurosamente vigilados (1964), sólo podía publicar en forma clandestina, en samizdat, mientras trabajaba en una fábrica metalúrgica y luego en otra encargada de reciclar papel. Hrabal hizo un conjuro con esa última experiencia. En la novela Una soledad demasiado ruidosa (1977) contaba la vida de un obrero que producía el papel para la burocracia del Estado usando como materia prima los libros prohibidos.
“Si-ver-espacio”, suelta con ironía un personaje de Gibson, en País de espías (2007).
Agota Kristóf no hablaba francés. Empezó a aprenderlo con los manuales escolares de su hija. Intentó traducir los poemas que componía en la fábrica, años más tarde consiguió escribir en francés piezas de teatro y narraciones. Los personajes buscaban imitarla, la expresión se les hacía difícil y era tan áspera como el desamparado en que vivían, como los mellizos de El gran cuaderno (1986), su primera novela. Los hermanos eran despiadados como el mundo lo había sido con ella, o como el mundo merecía que ellos lo fueran.
El protagonista de Una soledad demasiado ruidosa escribe su propio acto de sabotaje, se lanza a la máquina trituradora de libros para inutilizarla, al menos por un rato. Pero Hrabal no murió ese día sino veinte años más tarde, a los 87 años. Las máquinas de escribir oficiales informaron que había caído de un quinto piso mientras intentaba darle de comer a unas palomas.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, marzo 2017
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