A fines de 1822 un príncipe ruso le rogó a Beethoven que componga para él tres cuartetos para cuerdas. Dos años más tarde, “en el delirio de su alegría y en la alegría de su delirio”, como señaló un amigo, el compositor terminó el primero de ellos, el 12°. La fría recepción del público y un agravamiento de sus múltiples dolencias estomacales e intestinales ensombrecieron tanta alegría y delirio. Aun así Beethoven siguió trabajando y bosquejó los cuartetos 13° y 15°. Con este último el público reaccionó un poco mejor, sobre todo luego de escuchar el adagio, que el agradecido Beethoven dedicó a la “Deidad” por una momentánea recuperación de su salud.
Estos cuartetos son de gran complejidad armónica y melódica, y de difícil ejecución. Beethoven creía que con ellos inauguraba una nueva etapa en su música, más volcada hacia lo interior, más metafísica. “Cuando por la noche contemplo con asombro el cielo y el ejército de cuerpos luminosos - le confió a un amigo - mi espíritu se abalanza sobre esas estrellas alejadas por tantos millones de leguas, hacia la fuente primera donde nace todo lo que fue creado y donde volverán a nacer eternamente nuevas criaturas”. El ardiente deseo de llevar esta suerte de experiencia panteísta a la partitura complejizó su música de una manera extraordinaria. El público entendió cada vez menos. El estreno del 13° cuarteto tuvo una repercusión muy discreta, siendo el último movimiento el que generó el rechazo más fuerte. Tan grave fue el asunto que su editor le rogó que lo separara de la partitura y escribiera un nuevo final. Muy malhumorado, Beethoven accedió. Por si este cuadro de situación fuera poco, la moda iba dirigiendo su mirada hacia otro lado: eran los tiempos del triunfo de Rossini en París y Viena. La sordera libraba a Beethoven de todo ello. Solo escuchaba su interior excitado por el espectáculo de la naturaleza.
Hacia fines del siglo XIX los oídos de Debussy estaban bien atentos a las novedades. Las encontró escuchando una compañía teatral vietnamita y un grupo de gamelán javanés en la Exposición Universal de París de 1889. La música gamelán lo impresionó especialmente. “Contenía todos los matices - escribió entusiasmado - incluidos aquellos que ya no pueden nombrarse, donde la tónica y la dominante no eran más que vanos fantasmas para uso de niños obedientes”. Debussy descubría sonidos que no encajaban dentro del sistema de notación occidental, generando una fisura en la colosal arquitectura que el sinfonismo alemán imponía en Europa. Su obra emblemática fue el Preludio a “La siesta de un fauno”. Escrita a partir del poema de su amigo Mallarmé, el Preludio es difícil de clasificar: no es ni una sinfonía, ni un poema sinfónico, ni una suite orquestal. Tampoco es una musicalización del poema: lo que hacía Debussy era llevar al entramado musical lo que los simbolistas llevaban a la literatura. Sus modulaciones tonales no tenían precedentes en la música europea; estaban más relacionadas con la música de la India que con Wagner o Strauss. Sea por la obra en sí misma o porque era el primer francés en mucho tiempo que lograba desafiar la hegemonía musical alemana, el estreno del Preludio causó sensación en París.
Influenciado por el lenguaje musical de Debussy, Bartok compuso sus cuartetos de cuerda con las partituras de los últimos cuartetos de Beethoven sobre su escritorio. Es extraordinario que Beethoven, al final de su vida y totalmente sordo, llevara a cabo exploraciones destinadas a ser escuchadas en el siglo XX. ¿Acaso escuchaba mejor que sus contemporáneos? Los europeos oían la música de los colonizados de la Exposición Internacional, pero eran incapaces de escucharla. Sus oídos sólo buscaban reafirmar la pretendida superioridad de la música occidental. Y es que a veces se puede ser sordo como una tapia teniendo una excelente calidad auditiva, sobre todo cuando se transitan los límites del orden musical establecido.
Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, julio 2017
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