Eduardo Rinesi, uno de los más importantes filósofos políticos de nuestro país, interpretó de un modo singular el sentido histórico del presidente Alfonsín. Entre diciembre de 1983 y los primeros meses de 1986, como una clave de bóveda, el líder radical habría entablado con el pueblo una inédita relación de confianza: la palabra empeñada y el apoyo popular vivieron una atípica luna de miel. Según Rinesi, el ida y vuelta entre el presidente y el pueblo se rompió con el levantamiento carapintada; cuando el pueblo salió a la calle, Alfonsín pactó con el enemigo y mandó a la gente a ver política desde su casa. Si por primera vez los radicales habían ganado las elecciones nacionales enfrentando al peronismo en elecciones libres era porque su máximo líder prometía algo nunca visto: eliminar a las Fuerzas Armadas de la política; después de años de injerencia creciente en los destinos del país y tras la etapa en que esa intrusión respondía a intereses norteamericanos: una doctrina continental que orquestó la traición a la Patria con tortura y vejaciones sistemáticas. El pacto en Campo de Mayo traicionó el acuerdo con los ciudadanos. Para Rinesi, Carlos Menem no gobernó desde el atril del orador, empeñando su palabra con el pueblo, sino mediado por una tecnología de la comunicación: el televisor. Sobre economía hablaban los tecnócratas como Cavallo en Hora clave, el programa de Bernardo Neustadt. Lo que Menem dijera no estaba dicho para ser creído.
Eduardo Rinesi fue imputado en una causa por el Juez Bonadío: firmó la adecuación de oficio del grupo Clarín a la Ley de Medios durante su mandato en el directorio de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (AFSCA). Rinesi es también un reconocido traductor argentino de Shakespeare. En 2016 la Universidad Nacional General Sarmiento publicó su traducción de Hamlet.
Una marca del tiempo al que asistimos tiene en Rinesi a un singular intérprete; que la justicia lo persiga, sobre la base de una operación política, es uno de los síntomas más acuciantes del período histórico en el que nos toca vivir desde que Mauricio Macri asumió la presidencia del país. A nivel mundial la relación entre tragedia y política, a pesar de la cibernética del enjambre tecnocrático, ubica los discursos políticos sobre pilares cuyo fin parecía consumado. El más cínico de los demócratas norteamericanos, engranaje burócrata del poder económico mundial, frente a Donald Trump parece un soldado raso de Napoleón: el Lobo de Wall Street transforma a cualquier servidor público que defienda su corporación burocrática en un héroe libertario interpelado por el sentido de la historia humana. La "épica" de Barack Obama pareciera vivir a pesar de haber traicionado de forma sistemática las principales promesas de campaña, se sostiene por contraste: Trump sacó a los Estados Unidos de las restricciones por el cambio climático; Obama lo acusa de sumar a Estados Unidos a un puñado de otras naciones, que "rechazan el futuro". Poco después Trump despotrica contra el pacto con Cuba (El País, 18/06/2017). Decir que no piensa en el futuro es distinto a denunciar que se opone a él. En un caso se trata de un problema epistemológico o de fe, en el segundo, de una posición política. Condenar a Antígona por haber enterrado a Polinices es rechazar el futuro: el sepulcro es condición de posibilidad de la comunidad, tal como en nuestro país vivimos la tragedia de la desaparición forzada de personas. Destruir las medidas para frenar el cambio climático es ir contra la idea misma de comunidad, no podemos vivir juntos si afuera no se puede respirar y adentro no cabemos todos.
El terrorismo que azota a Occidente en este nuevo milenio, sea en Paris, Manchester, Boston, Estocolmo, New York o Madrid, sumado a las salidas por derecha que amanecen en los Estados Unidos y Europa junto a la crisis política de América Latina y el crecimiento imparable de China modifican la geopolítica a escalas imaginadas por Philip Dick. La milenaria tradición de la tragedia pareciera revivir frente a la catástrofe sin planificación. Años atrás, las películas catástrofe anunciaban escenarios ingenuos del fin de la historia; en el presente, la fórmula más básica del capitalista medio impulsado por las nuevas tecnologías de la comunicación anuncia la imagen de un mundo distópico en el que siempre habríamos vivido, cegados por los espejos de colores del más ramplón e hipócrita humanismo. Las dos veces víctimas de los "aparatos ideológicos de Estado" cobran un sentido inusitado. En términos althuserianos, los agentes del Estado que creían liberar al pueblo del dominio de clase mediante la política, en realidad no hacían más que disciplinarlo en las más sutiles técnicas de sometimiento; en el escenario actual, estarían siendo objeto de un influjo que viene de la historia: la política –la de los políticos que nos gobiernan, más allá de los movimientos sociales y las instituciones en general, más allá de sus más íntimas convicciones e incluso más allá de su comportamiento ético– pareciera asistir a una disyuntiva histórica que deja a sus profesionales con la obligación de optar por un camino de redención o fracaso. Hace pocos meses Donald Trump y Kim Jong-un protagonizaron una escalada de proporciones atómicas inédita para la mayoría de los que hoy hacen política (La Nación, 23/04/2017).
Designated Survivor, la serie protagonizada por Kiefer Sutherland, el actor de "24", nos muestra en el primer capítulo cómo vuelan por el aire el Capitolio norteamericano en plena asunción presidencial; luego, se desarrolla como la historia de un ministro de última línea que sin proponérselo asume el cargo político con más poder de Occidente. Un hombre cualquiera, honesto y distante respecto de las intrigas políticas de Washington, que no pertenece a "la política" –como insisten en varios capítulos– se transforma de la noche a la mañana en el presidente de los Estados Unidos luego del más grande ataque terrorista, superior al 11-S. Una organización terrorista asesinó en un acto único a todos los políticos del país, excepto los dos designados para sobrevivir según el protocolo de seguridad; una figura, la que da sentido al título de la serie, considerada como mera formalidad burocrática hasta el momento del ataque. El presidente inesperado, Tom Kirkman, como Alfonsín, es franco, transparente; hasta que las circunstancias lo permiten: luego, comienza a manejar los hilos de Washington y saca a relucir el animal político que lleva adentro, como también se recuerda del dirigente nacido en Chascomús. La serie, producida con la misma técnica narrativa de "24" y de los folletines de Alejandro Dumas, predispone a una actitud febril por seguir viendo qué pasa. No es buena, es efectiva. Con el correr de los capítulos la intriga se va complicando hasta fracasar respecto de las expectativas que propone.
Tom Kirkman y Raúl Alfonsín podrían ser también dos figuras reivindicadas por el discurso de Cambiemos que propone tirar abajo la "República corrupta" para edificar una nueva, basada en las prácticas políticas como quehacer "honorable": palabras del actual Jefe de Gabinete argentino. En la serie de Netflix, el presidente que interpreta Kiefer Sutherland enfrenta a una secta política de extrema derecha norteamericana que decide ir contra la Constitución. A Tom Kirkman, que no es del partido demócrata ni el republicano, le iría bien recitando el preámbulo de la constitución. Kirkman y Alfonsín gobiernan después de la tragedia: del terrorismo de Estado uno y del peor acto terrorista el otro. Al discurso de Cambiemos cada vez se le hace más difícil construir la ilusión de que llegó después de una tragedia política. La muerte nunca esclarecida del fiscal Nisman ocupó por un tiempo esa función; pero el drama quedó cada vez más asociado a la corrupción, baja y escatológica, nunca trágica.
Lo que Cambiemos no estaría siguiendo de esas figuras es la actitud frente a los medios para lograr sus fines; pero ese aspecto el gobierno actual lo deja fuera del discurso y se lo adjudica a la justicia; como hizo Alfonsín, la justicia tiene que obrar sobre el pasado. El plus de Alfonsín respecto del radicalismo, el hecho de que haya corrido por izquierda a sus propias filas sobre del grado de avance que había que impulsar contra el terrorismo de Estado, lo emparenta al presidente de la serie de Netflix. Kirkman llega al cargo empadronado como independiente y no como demócrata o republicano. La transversalidad del movimiento que da lugar Unidad Ciudadana, la reciente propuesta opositora de Cristina Kirchner, también se hace fuerte ahí. Rinesi, incluso, propone una lectura liberal del kirchnerismo, dice que es la mejor versión de esas ideas en la historia política argentina: "Su preocupación por la libertad negativa de los ciudadanos es la mayor que se haya conocido, sin duda, desde el 83 para acá, pero me atrevo a decir también que es de las mayores que se hayan registrado en toda la historia política argentina". La libertad en el sentido positivo es la que nos permite –dice– participar de los asuntos públicos; la "republicana" aquella que asocia a la libertad con el pueblo, y la "libertad negativa" que es la que obliga a los demás a dejarme hacer lo que quiero, es la que defiende a los ciudadanos de los grupos de poder. El monopolio de los medios de comunicación impide la práctica de la comunicación plural, su restricción habilita un derecho a los ciudadanos. Impedir que Antígona entierre a su hermano es restringir su libertad negativa. La Ley que dice que hay que dar sepulcro a los hermanos está por encima de la ley que rige para el poder de turno. Mediante un burdo mecanismo de inversión, Bonadío usa ese principio para perseguir a quienes firmaron la adecuación de oficio. La acusación es que la medida se llevó adelante sobre un grupo antes que sobre otros; como si el Grupo Clarín fuera libre de hacer lo que quiera con todos nosotros.
Reunimos diez personas en una casa. Una de ellas posee el intercomunicador para convocar a las otras nueve a la cena. Primero avisa a unos, los más fuertes, después a otros que llegan a la cena cuando quedan migajas en los platos. Los más débiles juntan con las puntas de sus dedos las migas y después lavan la cocina. Un día, los dos que gobiernan le sacan el privilegio al que tenía el intercomunicador. Y hacen lo mismo con algunos (pocos) de los fuertes. Con los años cae el gobierno de la libertad negativa. Los fuertes vuelven a decidir y entonces juzgan a los anteriores gobernantes por haberle quitado sus privilegios al monopolista del intercomunicador. Alfonsín no fue a la televisión, Tom Kirkman se niega a mentir. La independencia de la política respecto del poder económico de los medios de comunicación fue una de las más importantes batallas "ciudadanas" durante el kirchnerismo; aunque al nacionalismo popular le hagan ruido las banderas liberales. La tan mencionada "ampliación de derechos", ¿qué otra cosa es sino una bandera liberal? La consigna del país "en serio" de Néstor Kirchner, ¿a qué refería? El patriarcalismo burdo del remake de Polémica en el bar es tan poco serio como la continuidad del monopolio mediático. Si persiste esta situación, los políticos profesionales que en algún lugar asocian su vocación con la "honorabilidad" pronto van a ser suplantados por cómicos, marionetas, actores de reparto, prestidigitadores, conductores de televisión, hologramas, motores de búsqueda, ecuaciones en la big data. La posverdad existió siempre, el problema es perder la política en manos de los cínicos. Kirkman enfrenta en la serie a una secta nacionalista de enormes proporciones capaz de matar a todos "los políticos" sin importar a qué tradición pertenezcan: lo que importa es purificar el proyecto imperial norteamericano. Resulta cuanto menos paradójico que un gobierno integrado por radicales impulse un marco de persecución política en el que acusan a un filósofo como Rinesi. Porque si quieren explicar su lugar en la historia, con los propios no hacen mucho.
Pablo Luzuriaga
Buenos Aires, EdM, Junio de 2017
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