MAPAS COMPARTIDOS

Bering, por Luciano Beccaria


os perfiles enfrentados. De un lado, un viejo pez martillo que sonríe desdentado; y del otro, un tiburón joven y amenazante que invita peleón con el dedo de una mano a que su adversario se acerque. Los desvaríos gestálticos sobre la geografía pueden sonar divertidos, pero en este caso particular adquieren un mayor significado si consignamos el nombre de los países a los que pertenecen los escualos. En el rincón izquierdo (y esto también es un capricho), Rusia; en el derecho, Estados Unidos. Y subiendo la apuesta, si forzamos un poco más la imaginación, el perfil oriental ruso, esa península con el nombre lovecraftiano de Chukotka, casi se parece a una caricatura de Leonid Brézhnev. Ameritaría que Putin gestionara la construcción de un terraplén de tierra con forma de hoz para que cruce la nariz del pez martillo.


El mapamundi tal como se conoce hoy en nuestro país es fruto de una arbitrariedad. Oriente y Occidente deben sus nombres a esa organización originalmente eurocéntrica, caprichosa y desproporcionada que produce el aplanamiento de la esfera terrestre. Y la Guerra Fría pervive en muchos imaginarios como el conflicto entre dos potencias distantes. Aunque las costas de Estados Unidos y de Rusia estén separadas por tan sólo 82 kilómetros en el afamado Estrecho de Bering. Distancia que se reduce a apenas 3,8 kilómetros si se tienen en cuenta las islas rocosas del diome, las Diomede o Diómedes, que se repartieron entre ambas naciones, y de las cuales sólo permanece habitada la estadounidense Diomede Menor. Aunque, tal como sucede con las Malvinas, en Rusia se llaman Ratmanov y Kruzhenstern. Esos 3800 metros de agua que en invierno se transforma en roca helada, sin embargo, están atravesados por la Línea del Cambio Internacional de Fecha. Otra línea caprichosa que permite saltar de día tan sólo cruzándola. Es que entre una y otra isla hay una diferencia de 21 horas. El tiburón martillo mira al que lo tienta a los bifes desde el futuro. Lo que es estrecho en lo espacial se ensancha y desencuentra en lo temporal.
     La odisea del pueblo esquimal que habita esa región desde hace centenares de años explica de una manera más antropomórfica ese desencuentro. La etnia inupiat del pueblo inuit no fue ajena a la Guerra Fría, más allá de la obviedad climática. Cuando la Unión Soviética cerró las fronteras en 1948, instaló una base militar en la Diomede mayor y expulsó a los integrantes de la comunidad esquimal hacia Siberia (¡siempre Siberia!), justo de donde habían venido sus ancestros. De esa forma, muchas familias que estaban repartidas entre ambas islas se separaron para siempre. El estrecho que había servido a las poblaciones nómadas miles de años antes para buscar sustento y cruzar de un continente a otro se transformaba en factor de repulsión.
      Para ese entonces, el gobierno estadounidense destinó gran cantidad de recursos para entrenar a los habitantes de Alaska como potenciales espías. Al menos a aquellos que se hubieran puesto y sintieran la casaca de las barras y las estrellas. Es que ese estado había sido adquirido al Imperio Ruso zarista por un puñado de cópecs en 1867 y todavía en la década de 1950 primaba un sentimiento pro ruso en muchos de los alaskeños.
     Antaño, con niveles más bajos de agua y un período de glaciación mediante, el estrecho era un puente natural de tierra y hielo que permitió la migración de la especie humana de Asia a América. El llamado Puente de Beringia fue recientemente aludido en los argumentos neandertales que, pretendiendo rebatir la preexistencia de los pueblos indígenas que habitan territorio argentino, decían que la totalidad de la humanidad podría, con ese razonamiento, reclamar las tierras de Asia, de donde se supone que vinieron los primeros pueblos al continente. Además de evitar hablar del concepto de cultura, esas luces mediáticas (spots), aunque lo sepan, tampoco hablarán acerca de que el sufijo –che del mapuzungún, que significa gente-de, tiene su correlato en el dialecto inupiaq con el sufijo –miut. O que el territorio de Nunavut fue declarado autónomo en 1999 por el gobierno canadiense para la autodeterminación de los inuits que lo habitan, mientras por estos pagos se dedican a azuzar los ánimos con supuestos intentos separatistas.
      Ahora bien, volviendo al estrecho, en épocas en las que la Guerra de Frío Ártico adquiere otros códigos y la desglaciación aumenta el nivel de las aguas, se barajan obras monumentales como la construcción de un puente que cruce el estrecho o de una vía férrea submarina. Una especie de homenaje (claramente póstumo) a los pueblos que cruzaron por la pasarela de Bering para poblar el mundo. El artificio emulará una especie de abrazo entre el pez martillo y el tiburón. Aunque para ser más realistas y menos utopistas del pacifismo, un puente entre ambas penínsulas va a eternizar una cinchada territorial, tal vez el símbolo de una lucha menos técnica y destructiva que la que nos espera.

Luciano Beccaria
Buenos Aires, EdM, diciembre 2017
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