PIES DE IMAGEN

Otros, por Miguel Vitagliano


Personas que caminan por la calle, desconocidos con los que acaso no volvamos a cruzarnos. Quizá nunca sepamos que aquella mujer es la hermana del médico que nos atendió en la guardia de un hospital después de un accidente, o la hija de la maestra que le enseñó a leer a nuestra única sobrina. Simmel decía, en los primeros años del siglo XX, que el individuo de las grandes ciudades desarrolla al máximo la indolencia para poder vivir en su medio: no mira lo que ve a su alrededor, solo advierte lo que percibe cuando sobrepasa el marco de fondo y se convierte en atracción o amenaza. No es indiferencia, eso implicaría una actitud volitiva y el urbanitas no decide, simplemente no siente. Esa es la indolencia.
     Por supuesto que si los otros no estuvieran, si de golpe caminara por esa calle a la hora de costumbre y no hubiera nadie alrededor, cambiaría a un estado de alerta. Por eso en el cine hay extras y autos en las calles por las que caminan los personajes. Para que la escena resulte creíble debe recrearse la indolencia que reconocemos en la realidad. Cuando el espía presiente que está a punto de caer en una celada o alguien que espera en una esquina palpita que corre peligro de caer en una cita cantada, el indicio se concentra en un mismo indicio: a su alrededor todo parece demasiado alterado, o demasiado tranquilo, o demasiado silencioso. Demasiado es el significado opuesto a marco de fondo. Las pantallas del cine revelaron esos mecanismos del individuo en la vida moderna. Pero fue la novela la que descubrió varios siglos antes a los desconocidos sin nombre cruzándose con el Lazarillo o el Quijote, y con ellos desveló nuestra propia condición de ser desconocidos sin nombre para los otros. En las epopeyas los desconocidos tienen nombre colectivo, en las novelas en cambio los individuos están en el camino y cargan su propia singularidad cosida con retazos ajenos.

     
 No hay un límite tajante que defina hasta dónde lo ajeno interviene en ese otro al que nombramos en primera persona. El hombre de la foto se toca la cabeza. El hombre de la foto no se toca la cabeza, quiere cubrirse la cara y mira de reojo. Es posible. Parece ser un día de calor, lejos de este mes de julio tan frío. El hombre es un desconocido que pasa delante de la silueta de una detenida-desaparecida desde el 25 de septiembre de 1977. Ana Lía Álvarez tenía 23 años cuando fue secuestrada. El hombre de la foto, según parece, también rondaba los veinte años en aquellos días.
Ana Lía Álvarez fue detenida y torturada no muy lejos de esa esquina de la Avenida Maipú, en Vicente López, en la que está pegada la silueta con su nombre. En Thames y Panamericana, Villa Adelina, en la Casa del SIN (Servicio de Información Naval), que había sido una casa quinta de Massera. El lugar fue un espacio de disputa del poder hacia el interior de la Armada, que en esos días mantenía un álgido conflicto con el Ejército por conducir los lineamientos políticos, económicos y represivos del país. Los testimonios de algunos sobrevivientes de la Casa del SIN dicen que la mayoría de los detenidos eran llevados después a la ESMA para ser asesinados en los “vuelos de la muerte”.
       La silueta de papel es parte de esa esquina. Resiste a las lluvias de invierno y también al decreto del presidente Macri que acaba de autorizar, como en el más triste de los pasados, que las fuerzas armadas puedan intervenir en lo que el gobierno defina de situaciones de peligro interno.
   La indolencia forma parte de la zona indeseada de la sensibilidad moderna, la indiferencia intercambia palabras con el cinismo.

Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, julio 2018
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