APUNTES

Sobre Eisejuaz, de Sara Gallardo, por María Rosa Lojo


Nación fragmentada, y a menudo mutilada, la Argentina ha levantado un imaginario “oficial” sobre la base de operaciones de exclusión, antes que de integración. La voz de las mujeres, la voz de los “bárbaros”, apartadas del canon, unidas en su situación marginal con respecto al cauce central de la cultura y del poder, resuenan a veces, al unísono, en textos tan singulares como escasamente conocidos. No sólo Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles (1870) sino las escritoras del siglo XIX (su hermana Eduarda Mansilla, Juana Manuela Gorriti) sabían algo de esto. En nuestro siglo, en 1971, la novela Eisejuaz de Sara Gallardo (1931-1988), construye, en un acto de extraordinaria ventriloquia, la voz desgarrada de un aborigen mataco, dividido entre su tradición ancestral y las enseñanzas de las misiones cristianas, aislado en la intemperie de una nueva fe, heterodoxa de un lado y del otro, que tiene un solo profeta, un solo creyente, una sola víctima sacrificial, difícilmente comprensible para todos los demás: él mismo –Eisejuaz, o “Éste También”-. Es, sin duda, una historia excepcional, tanto por la creación lírica y lingüística que emerge en la palabra distinta de Eisejuaz, como por la complejidad de su conciencia fragmentada y los mundos que en ella se cruzan y se debaten.
   El nombre “Agua que Corre” (espíritu inmortal que mora en Eisejuaz y que sólo puede liberarse con su muerte), traduce exactamente la palabra mapuche “Leuvucó”: lugar donde habitaba Mariano Rosas, jefe de la nación ranquel cuando fue visitado por Mansilla. En diferente tono y registro literario, desde luego, Una excursión…es un “libro hermano” de Eisejuaz en muchos sentidos. Vistos por Mansilla en su período final de resistencia, los ranqueles de su relato están a punto de ser exterminados o de convertirse en una etnia desarticulada y sin esperanzas, como los wichís de Eisejuaz. La conexión, nada azarosa, remite al legado espiritual de todas las culturas aborígenes, a la continuidad secreta y subterránea de esa memoria, ignorada por la civilización que le ha sobreimpuesto sus pautas, y de algún modo, a su indestructibilidad, a pesar de todas las derrotas: Agua que Corre es inmortal y seguirá vivo.

María Rosa Lojo (Buenos Aires)
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