n 1947 Norbert Wiener buscaba una palabra para bautizar su teoría acerca del gobierno de las máquinas, y terminó adoptando el vocablo cybernetics, derivado, como explicaba, “de la palabra griega kubernêtês, o piloto, la misma de donde proviene, al fin de cuentas, gobernante”, pero también, podríamos añadir, gobernalle, voz española sustituto de timón y traducción del equivalente latino: regimen. Grande o pequeño, el gobernante era un timonel para los griegos; y la pólis, como consecuencia, un navío. “Porque a pesar de lo que padecen ciertas ciudades desde tiempos inmemoriales, algunas logran permanecer estables, sin llegar a naufragar”, decía el Extranjero en el Político de Platón. Y añadía: “Muchas, como barcos que se hunden, perecen, perecieron y seguirán pereciendo, por culpa de sus miserables pilotos (kubernêtôn) y marineros (nautôn)…” Esto explica por qué las ciudades mal timoneadas terminan, para el ateniense, en una stasis (palabra que puede significar tanto guerra civil como inundación) o un cataclismo (vocablo que significaba, literalmente, hundimiento, y que los romanos solían traducir por diluvium, un sustantivo derivado de diluere, esto es: diluir o disolver los lazos, y en este caso preciso los llamados vínculos civiles). Según el mito del Timeo, la propia Atlántida había acabado hundiéndose en el océano por culpa de los gobiernos incapaces de controlar los tumultos, las agitaciones y todas esas convulsiones internas que los griegos llamaban sáloi, término proveniente, una vez más, de hálos, mar. ¿Y no fue Typhôn, precisamente, el titán que estuvo a punto de terminar con el reinado de Zeus?
El mar, y sobre todo el mare magnum, seguiría siendo considerado, durante siglos, como un espacio totalmente ajeno a las jurisdicciones estatales. Si el epíteto libre suele estar asociado con el sustantivo mar, se debe a que los hombres no estaban sujetos allí a un soberano ni, como consecuencia, a ninguna ley civil. El mar, en este aspecto, era lo que más se parecía a ese mítico estado de naturaleza anterior a la fundación de los órdenes civiles. Esto explica entonces las dificultades que encontraron los juristas europeos cuando tuvieron que abordar la cuestión de la piratería: ¿podía tildarse de criminal a un pirata si actuaba en ese espacio donde no existían leyes susceptibles de violarse? El horror de los marinos a la hora de aventurarse en el mare magnum no provenía tanto de los monstruos imaginarios como de las fieras reales: de esos hombres que podían asesinarlos sin temor a verse perseguidos a continuación por la justicia.
En una de esas alegorías del buen gobierno muy corrientes en el siglo XVII, Sor Juana Inés de la Cruz iba a comparar a la ciudad de México con Delos, la isla que había permanecido hundida durante años en el mar Mediterráneo, “de vientos y ondas combatida”, hasta que Neptuno viniera a estabilizarla con su tridente en un punto del Egeo. La monja aludía así a las inundaciones periódicas de la capital azteca –construida, como se sabe, en mitad de una laguna- pero también a los frecuentes motines de su población o a la inestabilidad política del reino. Jugando con la voz latina unda, que significaba onda u ola pero también agitación popular, y de donde proviene, justamente, el vocablo inundación, Sor Juana esperaba que gracias al próximo virrey, el nuevo Neptuno, México gozara de “estables felicidades sin que turben su sosiego inquietas olas de alteraciones ni borrascosos vientos de calamidades”.
Favorable al establecimiento de un senado hereditario capaz de frenar las “tempestades políticas” y rechazar las “olas populares”, Simón Bolívar optaría, en la oración inaugural del congreso de la Angostura, por una versión caribeña de aquellas figuras milenarias: “No ha sido la época de la República, que he presidido, una mera tempestad política, ni una guerra sangrienta, ni una anarquía popular, ha sido, sí, el desarrollo de todos los elementos desorganizadores; ha sido la inundación de un torrente infernal que ha sumergido la tierra de Venezuela. Un hombre, ¡y un hombre como yo!, ¿qué diques podría oponer al ímpetu de estas devastaciones? En medio de este piélago de angustias no he sido más que un vil juguete del huracán revolucionario que me arrebataba como una débil paja.”
Pero estas figuras conocieron también una variante fluvial -y hasta me atrevería a decir, rioplatense- en la pluma de Juan José Saer. El santafesino iniciaba su narración de la primera fundación de Buenos Aires recordando que Pedro de Mendoza “no era para nada un navegante” sino un simple “cortesano adinerado” cuyo cerebro estaba siendo destruido por la sífilis y cuya incapacidad para ejercer la autoridad durante la travesía ya había sido señalada por el poeta de la expedición, Luis de Miranda. Todo el mundo sabe cómo terminó el intento de fundar esta nueva ciudad (no sólo en el sentido de una nueva urbe sino también de una nueva pólis o civitas, un orden político o civil). Los marinos de Mendoza descubrieron que los monstruos abominables del mar exterior existían pero que eran -y eso no lo sospechaban- ellos mismos: “En el primer asiento de Buenos Aires”, escribe Saer, “lo arcaico fue manifestándose, en esos hombres, desde adentro, no como la flecha de Solís, sino igual que el río en cuya orilla naufragaban, por crecimiento gradual de sus aguas oscuras, que poco a poco sumergen todo el paisaje conocido y al retirarse dejan por todas partes los rastros de su paso…”
Dardo Scavino (Bordeaux, Francia)
Otras notas de Scavino en EdM: https://escritoresdelmundo.com/search/label/Scavino
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