Es posible pensar que el modernismo fue el último momento en la historia del arte en el que fue determinante pertenecer a un período. La autoconciencia de los artistas modernistas, sus intentos por distanciarse tanto del romanticismo como del clasicimo y la academia, el peso de la historia para quienes vinieron después de Flaubert, Manet o Courbet, una autoconciencia propia de la modernidad, quizás, como sostuvo A. C. Danto (1996) en sus reflexiones “después del fin del arte”, haya terminado hacia 1960 y lo que hoy vivamos sea una etapa poshistórica del arte.
Lo cierto es que son muy extraños los casos en los que un artista supo determinar con relativa precisión qué lugar ocuparía su obra en el futuro: Goethe y Picasso son nombrados siempre bajo esta idea porque los demás no son tantos. El pintor a presentar en esta nota, Claudio Lantier, nunca fue reconocido en vida; al menos así termina la novela en que vivió y fue protagonista: La obra, de E. Zolá (1886).
Lantier, como tantos otros pintores, murió sin el reconocimiento “merecido”. Lo que resulta curioso en estas historias de autoconciencia es que el pintor que Zolá inventa en su novela es nada menos que su amigo de la infancia, Paul Cézanne; que por La obra uno y otro dejaron de hablarse para siempre y que el pintor real fue reconocido varios años después de publicada la novela. Cézanne fue uno de los padres de la pintura del siglo XX; cuando el siglo nació y él ya estaba viejo.
La novela que enemistó para siempre a estos dos artistas centrales en la historia de sus disciplinas “interpreta mal” el futuro: se puede leer como una “distopía”, ¿cómo hubiera sido el mundo si Cézanne no hubiera triunfado jamás?
Claudio Lantier es el pintor de La obra, su “fisiología” como personaje absorbe parte del “temperamento” de Cézanne: Claudio es el mejor amigo del escritor Sandoz, con quien llegó a Paris desde Plassans; del mismo modo en que Cézanne había llegado a Paris desde Aix-en-Provence junto a Zolá. En el personaje de Sandoz, el autor de Naná, La bestia humana y Germinal se introduce a sí mismo dentro de la serie de Les Rougon-Macquart. Pero Lantier también toma parte de su “fisiología” del “otro” padre de la pintura del siglo XX: Eduard Manet.
La novela comienza relatando los primeros pasos en la vida de un grupo de artistas jóvenes compuesto por un estudiante de arquitectura, varios pintores, un periodista, un escultor y un novelista que es Sandoz. Lantier es el guía entre esos jóvenes de veinte años y es la historia de su fracaso la que aparece en primer plano. El joven pintor que rechazaba las instituciones, admirado por sus maestros, la joven promesa líder de la “Escuela del aire libre”, como se autoproclamaban, termina en el mayor de los olvidos en un cementerio sin nombres. Para elevar a su héroe y hacerlo caer con la mayor de las fuerzas, Zolá lo hace pintar Aire libre, una versión novelada de El almuerzo en la hierba y, además, lo hace presentar su pintura al igual que Manet en el primer Salón de los Rechazados.
El almuerzo en la hierba, E. Manet, 1863 |
Zolá escribió a lo largo de casi veinte años sobre su obra y muchos dicen que el Manet que hoy conocemos fue el que nació de la pluma del escritor. Si bien no se conocían desde la infancia como con Cézanne, ni pertenecían tampoco a un mismo grupo generacional (Manet es ocho años mayor), el vínculo entre el pintor impresionista y el novelista naturalista fue estrecho desde muy temprano. Zolá se vuelve un ferviente defensor de su pintura desde la tribuna de los periódicos en una encrucijada fundamental para la historia de la crítica: la prensa cobra una inusitada presencia tras la decisión de Napoleón III en 1863 de abrir un Salón para las obras no aceptadas por la academia oficial.
Le Moniteur pocos días antes de la apertura informaba sobre la decisión del Emperador de dar lugar a las obras rechazadas:
«Numerosas reclamaciones han llegado al Emperador a propósito de las obras de arte que han sido rechazadas por el jurado de la exposición. S. M., queriendo dejar que el público juzgue la legitimidad de esas reclamaciones, ha decidido que las obras de arte rechazadas serían expuestas en una parte del Palacio de la Industria».
Esa decisión habilitó a que “el público” decidiera sobre la legitimidad del arte, lo que en verdad se tradujo en que la crítica naciera y la autonomía y demás. Zolá escribió numerosos artículos sobre Manet, entre los que se destaca un “Estudio biográfico y crítico” publicado en 1867 con motivo de la exposición individual que organizó el pintor cuando fuera rechazado de la Exposición Universal. En este estudio se detiene en “el temperamento” del artista, en sus obras, en el profundo cambio que imprimen a las artes plásticas e, incluso, en la actitud del público frente a ellas.
Una de las obras analizadas, El almuerzo en la hierba, lo impulsa a pensar en la recepción:
“Esta mujer desnuda ha escandalizado al público, que sólo la ha visto a ella en todo el cuadro. ¡Por Dios! ¡Qué indecencia, una mujer desnuda entre dos hombres vestidos! Esto no se había visto antes. Pero esta creencia es un burdo error, ya que en el Museo del Louvre hay más de cincuenta cuadros en los que comparten espacio personajes vestidos y personajes desnudos. Sin embargo nadie tiene la intención de escandalizarse en el Museo del Louvre. La multitud está muy lejos de poder juzgar El almuerzo sobre la hierba como debe juzgarse una obra de arte; sólo ha visto un grupo de figuras sobre la hierba después de bañarse y ha creído que el artista ha tenido una intención obscena y escandalosa en la disposición del motivo, cuando lo único cierto es que la intención del artista se ha limitado a obtener contrastes nítidos y espacios de color bien definidos.”
En La obra, escrita 19 años después, Claudio Lantier presenta su Aire Libre en el Salón de los Rechazados y junto a sus colegas visita la inauguración. Zolá narra la recepción de Aire libre en base a la de El almuerzo en la hierba.
“–¿Dónde está? ¿Cuál es?
– ¡Allí! ¡Allí!
Las frases ingeniosas se iban corriendo de boca en boca, y todos estallaban de risa. Nadie comprendía los motivos del artista. Todos encontraban demasiado insensato aquel escenario.
– Miren… la dama se ha sentido acalorada y por eso no lleva ropas, en tanto que el caballero está resfriado y por eso viste saco de terciopelo...
[…] En torno suyo [de Claudio] se alzaron al instante gritos y comentarios. Las palabras circularon rápidamente y todos decían con tono agudo: ‘Aire libre, ¡oh, sí! Todo el aire libre, el vientre…, aire libre…’ En la sala ya se producía un verdadero escándalo, los rostros congestionados por el calor reinante, las bocas redondas y la expresión ignorante de quienes juzgan una obra de arte sin comprenderla, vociferando toda suerte de burradas, de reflexiones sanguinarias, de bromas estúpidas y malvadas; en fin toda gama de insultos que una obra realmente original puede provocar en la mente estrecha de la burguesía.”
En este pasaje el narrador y Zolá, el crítico de arte, son uno y el mismo. El narrador sin distancia del autor es recurrente en toda la novela, es una consecuencia de la alta carga de referencialidad respecto de las personas reales. La mujer de la pintura que pareciera componer una figura clásica está acompañada por “hombres comunes” en una situación sacada directamente de la naturaleza y del presente. Manet pudo haber ido hasta ese escenario con sus materiales en la mochila que se había puesto Courbet cuando salió a pintar fuera de las sagradas escrituras y los grandes temas. Eso es lo que produjo el primer escándalo. El escándalo novelado cuenta la misma historia.
La obra comienza con el temprano ascenso de Claudio Lantier y desarrolla su estrepitosa caída. En una de las escenas finales, una cena en casa de Sandoz donde se reúnen por última vez los viejos colegas de la “Escuela del Aire Libre” con sus ilusiones completamente perdidas, el pintor Gagnière, el escultor Mahoudeau y el periodista Jory sostienen una acalorada discusión en la que culpan a Lantier por sus fracasos:
“–¡Bastaba estar junto a Claudio, para ser arrojados de todas partes!
–Fue Claudio quien nos terminó– la voz de Gagnière era terminante.
[…] Pero Claudio, ese gran pintor fracasado, ese impotente incapaz de poner una figura de pie, pese a su orgullo, ¡bastante les había comprometido! ¡Ah, sí, el éxito estaba en la ruptura! ¡Si hubieran estado en condiciones de empezar una vez más, habrían sido los últimos en cometer la estupidez de obstinarse en historias imposibles! Además, lo acusaban de haberlos paralizado, explotándolos. ¡Sí, explotándolos! ¡Y con mano tan torpe y pesada, que ni siquiera él había sacado provecho alguno!”
Más adelante cuando el pintor y el escultor vuelven su furia contra el periodista por no ayudarlos desde su diario, él responde:
“Tartamudeando Jory se dejó llevar por la cólera:
–¡La culpa la tiene el estúpido de Claudio! Yo no tengo interés en perder suscriptores. Ustedes son imposibles, compréndanlo. Tú, Mahoudeau, puedes deslomarte haciendo pequeñas estatuas exquisitas… y tú, Gagnière, podrías dejar de pintar, que tanto importa. Los dos llevan una etiqueta que todavía les costará diez años quitarse, si es que pueden hacerlo. El público se ríe, ¿comprenden? Ustedes eran los únicos que creían en el talento de ese loco ridículo, que uno de estos días amanecerá encerrado en el manicomio…”
Con ese loco ridículo se vio identificado Cézanne cuando leyó la novela y decidió romper su relación para siempre con Zolá quien se cuida de no poner en boca de Sandoz ese punto de vista; pero también se ocupa de dejar en claro que el escritor en La obra es él mismo, sus propia teoría de la novela está desparramada en distintas páginas en boca del personaje escritor.
Zolá define a los pintores después de Manet de la siguiente manera: “Los pintores y especialmente Édouard Manet, que es un pintor analítico, no tienen esa preocupación por el tema que representan y que inquieta a la multitud más que otra cosa; para tales pintores, el motivo es un pretexto para pintar, mientras que la multitud cree que sólo existe el motivo. Por lo tanto, es muy probable que la mujer desnuda de El Almuerzo en la hierba no sea para su autor más que la ocasión de pintar un poco de carnación.”
Hoy leemos la obra de Cézanne en este mismo sentido. Se trata de un pintor que incluso llevó más allá la despreocupación por el motivo “literario” de la obra (la escena, el tema, la importancia de los personajes representados, etc.), lo leemos como el primero que, además de despreocuparse por el “tema”, comenzó a dejar a un lado la necesidad de representar un espacio, y volvió la mirada sobre la inmanencia de la pintura. Hasta el impresionismo todavía hay una relativa confianza en la posibilidad de representar el mundo en términos contemplativos. El impresionismo, como afirma el historiador del arte, Valeriano Bozal, es “el último gran triunfo sobre la alienación”. La experiencia del siglo XX, la experiencia metropolitana, no acepta más la mera contemplación para el entendimiento. Zolá, quizás, no haya podido ver esto en la obra de su amigo de la infancia.
Entre 1887 y 1893 Cézanne, quien todavía no había merecido el reconocimiento que hoy le atribuye la historia del arte, se recluyó del ambiente parisino. En 1895, nueve años después de que leyera la novela, recién celebró su primera exposición individual a los 56 años. La retrospectiva de su obra un año después su muerte en el Salón de Otoño de 1907 fue la que impactó a los jóvenes que luego pintarían el cubismo. No sabemos si su imagen reflejada en el espejo de Lantier hizo que modificara en algo su actitud como artista. En todo caso podríamos pensar que Zolá así lo creía, dado que en general su literatura se pensaba al servicio de resolver problemas del mundo real mediante la experimentación con los “temperamentos” puestos en juego dentro de la ficción. En estas historias de la autoconciencia del arte respecto de su lugar en la historia se abre una paradoja: o Zolá se equivocó sobre el sentido que tomaría la obra de su amigo, o Zolá acertó en escribir esta obra furiosa y conjuró su posible fracaso.
En todo caso esta novela muestra una grieta en la idea de que el modernista era un arte atento a los grandes relatos, que conocía su lugar preciso dentro de una historia lineal, y que el nuestro, en el siglo XXI, es uno poshistórico en que nada es certero: Zolá y Cézanne no sabían de qué manera el siglo que vendría los iba a leer: contemplar el mundo y cambiarlo al mismo tiempo, en ellos, se volvió un enredo.
Pablo Luzuriaga (Buenos Aires)
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