Ya Marco Tulio Cicerón había formulado en tiempos de la antigua Roma la idea de que el conocimiento era una propiedad. Para referirse a los robos literarios el poeta Marcial recurría al término plagiarius, utilizado originalmente para denominar a los ladrones de esclavos. Si bien en la Edad media el problema de la propiedad intelectual no existió como tal, a lo largo del Renacimiento las disputas entre impresores y autores sobre la propiedad de los escritos comenzaron a ser cada vez más frecuentes. También lo fueron las acusaciones de “robo” de conocimientos, aunque los mismos humanistas que levantaban el dedo acusador solían esgrimir en su defensa el argumento de que practicaban una “imitación” creativa. En los debates científicos del siglo XVII también se produjeron este tipo de roces. Un sabio como Leibniz no se salvó de ser acusado de plagio a pesar de haber tenido el cuidado de escribir en 1676 una carta a Newton para aclararle que había llegado al cálculo infinitesimal por sus propios medios. La primera ley sobre patentes se aprobó en Venecia en 1474, y el primer derecho de autor registrado para un libro le fue otorgado en 1486 al humanista Marco Antonio Sabellico por su Decades rerum venetarum. A pesar de este lejano precedente, la legislación sobre el tema evolucionó en forma lenta e imprecisa, y las disputas acerca de la propiedad de las obras prosiguieron hasta el siglo XIX.
En 1763 Denis Diderot redactó, a pedido de la Comunidad de Libreros de París, una memoria que planteaba ante las autoridades una defensa de los intereses del gremio frente a perjuicios y restricciones de los que era objeto. En esta Carta sobre el comercio de libros Diderot trataba un amplio abanico de problemas, y uno de ellos se refería específicamente al privilegio. El privilegio era una exclusividad que el Rey concedía a un impresor por unos diez años (al principio eran cinco) para imprimir y comercializar libros y colecciones en todos los territorios de su jurisdicción. El objetivo era darle un tiempo suficiente para que pudiera resarcirse de su inversión original, protegiéndolo de competidores que hacían pingües beneficios produciendo libros de venta asegurada, libres de los grandes riesgos que conllevaba toda primera impresión. Con el tiempo los privilegios se extendieron también a autores y recopiladores, quienes en general se los transferían a los impresores a cambio de cierta cantidad de dinero.
Diderot sostenía que la feroz e implacable competencia que impresores inescrupulosos llevaban a cabo publicando libros de descuidada impresión y pésimo papel arruinaba a los buenos impresores que hacían inversiones de riesgo y no ahorraban gastos en el cuidado de las ediciones, en la calidad del papel y en la contratación de los mejores especialistas para sus talleres. Frente a quienes, invocando la idea de libertad de imprenta, batallaban por la revocación de los privilegios y sus renovaciones, Diderot se encargaba de destacar la gran necesidad de mantenerlos. Si los lectores podían disfrutar de monumentales obras como los cincuenta tomos de la Pères de l´Eglise benedictina, los diez tomos de la Opera Omnia de jurista Jacques Cujas o de bellas y cuidadas ediciones de Molière o Racine, era gracias a “la propiedad de las adquisiciones y a la permanencia inalterable de los privilegios”. Si bien no los mencionaba, no es descabellado suponer que Diderot también pensara en los tomos aparecidos de la Encyclopèdie.
Entre los argumentos que desplegaba para apoyar la mantención de los privilegios aparecía una pregunta clave. ¿A quién pertenecía una obra? ¿Al autor, al impresor o al Rey? Diderot no dudaba: la obra pertenecía a su autor. “¿Quién está en más derecho que el autor para disponer de su obra, ya sea para cederla o para venderla?”. Así como un propietario de un campo, una casa o un animal detentaba la propiedad del bien y decidía hacer con él lo que mejor le pareciera, así también el autor de un texto tenía derecho de propiedad sobre su obra, fruto de su reflexión y su esfuerzo personal. Diderot transformaba entonces la defensa del antiguo privilegio de los impresores en una defensa de la propiedad intelectual. El escritor tenía derecho a vivir de su trabajo. Y, hablando con la autoridad de quien ejercía a la vez los oficios de autor e impresor, consideraba que lo mejor era que se dedicara a la reflexión y a la producción de buenos textos. La impresión y venta de libros robaba a la creatividad un tiempo demasiado valioso. ¿Por qué preocuparse de la formación de fondos editoriales o de peculiares relaciones con mercachifles y buhoneros de libros? Teniendo la propiedad de sus obras el sustento tenía que quedar asegurado. Si Honoré de Balzac hubiese seguido este consejo seguramente se hubiera ahorrado muchos disgustos.
En 1776 Nicolas de Condorcet redactó un panfleto cuyo título era “Fragmentos sobre la libertad de prensa”, en donde condenaba todo tipo de exclusividad y privilegio, incluyendo los de librería. Condorcet sostenía que la libre apropiación y difusión del conocimiento era condición absolutamente fundamental para el progreso de las Luces. La propiedad intelectual obstaculizaba el intento de mejorar y reproducir verdades útiles para todos, porque, al fin y al cabo, el saber era propiedad de la humanidad. Más allá de que tuviera derecho a una retribución justa por su trabajo intelectual, un escritor no podía esperar vivir exclusivamente de su trabajo. Si le faltaba dinero debía procurárselo con alguna ocupación paralela; el deber de todo autor de genio era seguir escribiendo, para contribuir con sus escritos a la felicidad universal. Los lectores no merecían perderlo. Tampoco conviene perder de vista que Condorcet era un marqués que seguramente no necesitaba vivir de lo que escribía. Si bien Diderot logró vivir dignamente de su pluma, no dudó en tomar la dura decisión de vender su biblioteca personal a la emperatriz Catalina de Rusia cuando decidió proporcionarle una dote a su hija Angélique. Rasgos, si se quiere, que señalan el surgimiento del intelectual moderno.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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1 comentario:
Me pregunto -como muchos- ¿Qué hubiese pasado si los pitagóricos hubiesen pretendido un resarcimiento por su esfuerzo? ¿Pagaríamos royalties cada vez que determinamos la longitud de una hipotenusa a partir de los catetos? ¿O alguien se habría parado antes que Einstein sobre los hombros de gigantes debido a un progreso vertiginoso de intelectuales de vida material desahogada? ¿Quién sabe?
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