RELATOS

Pequeñas intenciones (novela), por Jorge Consiglio



Adelanto de la novela de Jorge Consiglio que la editorial Edhasa publicará en la segunda mitad de 2011.
Uno

Desde que pasó lo que me pasó tuve problemas con cualquier distancia. Ahora que estamos en una habitación chiquita, de mala muerte, es un esfuerzo para mí ir hasta la ventana a cerrar los postigos. Tengo que andar tres metros y sin embargo me cuesta. Doy un paso firme con la pierna derecha y enseguida arrastro la rigidez de la izquierda. Me afirmo y salto el siguiente paso. Y cuando digo salto -usted se habrá dado cuenta de que no es una forma de expresión- uso el término exacto para describir la acción. Me desplazo como los gorriones; la diferencia es que mis movimientos siempre conservan un punto de apoyo, nunca estoy del todo en el aire.
    Estoy de acuerdo con la idea que, intuyo, su cabeza está madurando: me muevo con una danza espástica. Parezco un muñeco con la cuerda rota, una máquina fuera de eje, un desecho. De todas maneras, me muevo, quizás demasiado para mis expectativas.
    El cielo está completamente oscuro. Llego a ver una fila de álamos a través de la lluvia. Las ramas se abren y se cierran como si quisieran pulsear con la tormenta.
    Ahora, mi amigo, todo es distinto en la calle. Hay un vapor que no se mueve al ras del suelo; es un humo azulado. Las chapas del aserradero, la pared de ladrillo del local de Chaine, un tambor de doscientos litros que la gente usa para hacer fuego y hasta el lomo de un perro overo son del agua. Las cosas están enfundadas en una convicción… ¿Cómo decirlo? En una enérgica convicción.
    Lo raro es que es bien de día pero parece de noche. No tanto por la luz, que es un resplandor nervioso que se escapa, sino por la tensión de algo, un misterio, que parece que se está por revelar. Si se asoma a la ventana se va a dar cuenta de lo que le digo. Hay una violencia que solamente interrumpen los álamos, en el fondo, con esa forma que tienen, tan compacta, de ser árboles.
    Es la tormenta de Santa Rosa. Sé que por estos lugares no es frecuente, pero yo la conozco: lo digo por la época del año. Se atrasa o se adelanta un mes pero siempre llega. Y es bien furiosa: desmadra ríos, arranca ramas de cuajo, tira abajo lo que se le pone adelante. Parece que quisiera terminar con el mundo. Es tupida, de gota gruesa; no como esas lluvias de primavera que empiezan y terminan con una garúa menuda. Es frontal, por eso asusta. Cuando se larga viene el asombro: resulta increíble que caiga agua del cielo.
    Otra cosa que voy a hacer es meter un trapo en la rendija que hay debajo de la puerta. No quiero que entre el viento, que acá siempre viene cargado con ese polvo que se pega a la piel y la seca. Uno se toca la cara y la encuentra áspera como una lija.
    Me voy a servir un té. No le ofrezco porque no lo veo con ganas. Tengo acá, en este aparadorcito, todo lo que necesito. Caliento agua en el jarro, la paso a este vaso, le meto un saquito y dos de azúcar.
    Si me siento en la cama, es porque me resulta más cómodo: tengo lugar para que mi pierna no se choque con nada. Desde que no la puedo flexionar, me acostumbré a calcular el espacio para acomodarla, como si se tratara de un apéndice pegado a mi cuerpo. Para sentarme me pienso como un ángulo obtuso. Los primeros meses me caía cada tres pasos; creía que era imposible vivir. Después empecé a moverme como le conté recién. Me ayudaba con un bastón que me había hecho un carpintero con la pata de una mesa. Tenía tallados unos garabatos que parecían letras chinas. Llamaba la atención ese bastón. ¿Se imagina? Caminando por las calles de Haedo colgado de un bastón con letras chinas: no podía pasar desapercibido. Una vez, un pibe me preguntó de dónde lo había sacado. Le inventé una historia de herencias. Le dije que había sido de un capitán de barco. El chico me miraba asombrado. Le aclaré que el capitán no era de ese tipo de marinos a los que mueve la ambición, como a los ingleses, sino que respondía a la curiosidad. Era un aventurero puro.
    -¿Curiosidad? –me preguntó.
    -Sí -le dije.
    Se quedó callado. Guardó la duda para que le fermentara con los días.

***

La lluvia es torrencial. Escucho el agua golpeando la chapa de los techos. Esta tormenta no va a parar más, nunca más.
    Si tuviera ganas, dejaría el vaso con té en la mesa de luz, me pararía e iría de nuevo hasta la ventana. Me encontraría con las cosas cubiertas por ese esmalte que deja la humedad. Un esmalte que barniza desde los árboles hasta las piedras, desde la tierra hasta el cuero de los animales, y que es, aunque parezca contradictorio, una nueva identidad y su rechazo más tajante. No hay nada en el mundo que conserve serenidad cuando está mojado. Lo que usted podría ver, si se le antojara asomarse, es la pausa de la resignación. Es así nomás: las cosas hundidas en esa luz de acuario que sabe traer la tormenta.

***

Usted se habrá dado cuenta: la gente abre bien los ojos cuando llueve. Es por la amenaza; porque las tormentas, aunque sean chicas, son siempre un riesgo. Ponen a prueba al hombre. Mire el techo, sin ir más lejos. Por esa rajadura que hay ahí, a la derecha del tirante, en un ratito nomás, va a empezar a meterse el agua. Primero es una gotita, pero termina en inundación. Cae y cae. Fíjese que abajo está la cama y, correrla, en el estado en que me encuentro, es un verdadero problema. Lo mismo pasaba en la casa de Haedo. Me acostaba y veía una grieta que cruzaba el techo. Era larga, pero filtraba en un ángulo. Me acuerdo de que, después de estar observándola unos minutos, me evocaba distintas cosas. A veces, me hacía pensar en el cauce de un río. Otras, descubría el perfil de un alemán que trabajaba con mi viejo en el vivero, un tal Wagner. Un raro; era uno de esos madrugadores que relacionan la verdad con un conjunto de hábitos. Era altísimo. Siempre me dio la sensación de que mi viejo se sentía incómodo con él. Lo respetaba como trabajador, pero prefería no hablarle. Tiene la discreción de los buenos traidores, decía. Nunca supe bien a qué se refería. Mi madre lo escuchaba y decía que sí, pero tampoco creo que lo entendiera.

***

Es caprichosa la memoria: de mi madre tengo más presente la personalidad que las facciones. Su punto de vista siempre coincidía con el de los demás. Si tenía una ilusión, creo, era la de escapar a un lugar al que no llegaran los reclamos. Porque aunque resulte paradójico, los había y en gran cantidad. Estoy convencido de que esto responde a una lógica infalible: cuanta más blanda es la carne, más fácil entra la aguja. Mi madre era una de esas personas que aguantaban en silencio. Qué se yo. La cuestión es que en quince días, de tanto tragar hiel, la barrió un cáncer. Cuando el médico le dijo a mi viejo que no había más que hacer, la trajeron a casa con la idea de que muriera en paz. Mis hermanos –tengo dos: un varón y una mujer- no querían entrar a la pieza. Yo, en cambio, que tenía diez años, me quedé fascinado mirando los gestos que le fueron cambiando la cara. Porque, cuando estos cambios sucedían, dejaban una huella: la piel se hacía más lisa, se le borraban los poros. Pero, de todos modos, no pude retener por mucho tiempo su imagen. Lo que me queda es el enigma de saber cómo hubiera sido un futuro que la incluyera. Entiendo que vivió su peor equivocación con convencimiento y eso, de por sí, es una acierto, aunque no lo parezca.

***

Fíjese el viento que se levantó. El ruido mete miedo, parece como si quisiera arrancar la casa. Qué bárbaro. Es una suerte que nos encontremos seguros en esta pieza. Tenemos lo que nos hace falta.
    Hay que conformarse. Usted parece satisfecho con lo que pude ofrecerle. Yo estoy muy bien con mi tecito.
    También tengo pan, carne seca, tomate, media ristra de ajo. Usted me avisa cuando le entre hambre. Yo enseguida le preparo algo.












Dos

Hay lugares que contaminan. Se enquistan en el alma y no salen más. Entonces, cuando uno se pone contento por algo, salta el recuerdo de ese espacio como una mancha que crece y termina por estropear el momento. Esos sitios pueden ser casas, barrios o ciudades. En mi caso, es un recoveco que hay en el chalet de Haedo; un sitio chico, no debe tener más de un metro cuadrado y está debajo del calefón, entre la heladera y la pared. Allí calza justo un mueble donde se guardan los platos y los vasos de diario, no los del juego.
    En la puerta de ese aparador, mi madre pegaba unos recortes que sacaba de la última página del Clarín. Eran máximas de sentidos más o menos directos de acuerdo al día. Frases extractadas a las apuradas de cualquier libro por algún periodista aturdido.
    Mi madre cubrió la mitad de la superficie con sus recortes; incluso, pegó un par de fotos de animales. Cada vez que yo abría aquella puerta consultaba esa antología que ella había armado con los años.
    El tema es que ese espacio, así de simple y absurdo como se lo presento, me resulta incómodo, me pesa en el ánimo. Usted se preguntará por qué. La razón, creo, es simple: en ese sitio es donde mejor veo el efecto del tiempo.
    Resulta que una vez que mi madre murió, los papeles empezaron a ponerse amarillos, los bordes se levantaron y resquebrajaron. Todo tendía a enrollarse como un pergamino.
    Un día, Raquel Vega, la vecina que empezó a cuidarnos, arrancó los papeles con la excusa de emprolijar la cocina. Pero, igual, me quedó en la cabeza eso que se fue. Es algo que está ahí, latente y, cuando estoy bien, surge el recuerdo y me resta bienestar. Eso es lo que pasa, tengo plena conciencia de que ese lugar existe, así, modificado, pretendidamente limpio.

***

Ya le conté que mi padre tenía un vivero. Se levantaba a las seis y se iba a cuidar sus plantas. Cuando se deshizo del alemán, entró a trabajar un muchacho canoso, de barba, que casi no hablaba. Daba la impresión de ser un tipo cumplidor, pero igual no duró mucho. El viejo lo echó de un día para el otro. La excusa fue poco clara. Dijo que había faltado una plata que después terminó encontrando en su propio bolsillo. Creo que el motivo fue otro. Mi padre tenía una relación simbiótica con sus plantas. Se pasaba horas enteras mirándolas y la presencia del empleado lo incomodaba. Lo que quería era estar solo. El muchacho era un estudiante crónico de veterinaria. Siempre se lo veía andar por el vivero con los ojos cargados por la obsesión. Una vez lo vi arrodillado junto a un almácigo. Escarbaba la tierra con las uñas, cargaba un poco en la palma de la mano y la olía. Le pregunté qué hacía. Tardó en responderme. Al rato, soltó una palabra que me resultó insuficiente.
    -Aprendo –dijo.
    Mi viejo entendió que tenía que alejar a un tipo como aquel de su negocio. No porque fuera malo, sino por su exagerada competencia. Una competencia afectiva, digamos, que terminaba por eclipsar la imagen del patrón frente a sí mismo.
    El barbudito se fue tan enojado que se olvidó sus objetos personales. Mi viejo lo hizo llamar para avisarle, pero no respondió el teléfono.
    Dejó una lupa con mango de nácar, un par de anteojos con cristales de mucho aumento y doce números de una revista de divulgación científica.
    Al mes –convinimos que después de ese lapso no tendría derecho a reclamo-, me llevé las cosas a casa.
    La lupa la usé para espiar la actividad de cuanto bicho se me cruzara; con los anteojos jugué a ser alguien importante. Pero lo que de verdad me cambió la vida fue lo que encontré escrito en las revistas. Me asombró muchísimo enterarme de que los anillos de Saturno estaban formados por gases, o la teoría de Copérnico, según la cual el movimiento de los planetas produce un sonido que es más agudo a medida que crece la distancia entre éstos y el Sol, y que en la Tierra, el conjunto de esos sonidos se escucha como una sinfonía de belleza única.
    Las cosas que descubrí en esas revistas me fascinaron porque eran tan complejas como elementales. Ni bien pude, empecé a comprar nuevos números. Después pasé a unos libros escritos por un francés que conseguí en un quiosco de la estación Santos Lugares. Andaba de tema en tema hasta que un mediodía me di cuenta de que había uno que me interesaba más que cualquier otro. Se trataba de la óptica geométrica, sobre todo la naturaleza y la descripción del fenómeno refractivo. Así fue que me metí de lleno en aquel asunto. No compartía esos intereses con mi familia: mi hermano Rodolfo es deficiente mental y Nuria, la mayor, estaba distraída con uno de sus absurdos noviazgos. Para no hablar de mi padre, que venía del vivero a eso de las ocho de la noche con tierra en las uñas. De todas maneras, ahora que lo pienso, él hubiera sido el único que me hubiera entendido.
    A la noche, cuando se sentaba frente a la comida que preparaba Raquel Vega, hablaba. Un jueves de guiso espeso, tragó un sorbo de vino y me preguntó:
    Decime, ¿cómo te parece que debe ser una planta que resista el fuego?
    Yo pelaba una manzana. Seguí con el cuchillo como si no hubiera escuchado.
    -¿Cómo resistir el fuego? ¿Qué fuego?
    -Cualquier fuego. Un incendio, por ejemplo.
    Lo primero que se me ocurrió fue algo relacionado con las raíces. Mi razonamiento no se alejó de lo elemental: si bajo tierra pudiera mantenerse la vida, podría recuperarse la parte afectada una vez que las condiciones externas mejoraran. En ese momento, no me fue fácil expresar esta idea. Él me escuchaba con la cuchara en la mano. Del guiso que tenía servido, subía un vapor que se perdía enseguida. Cuando terminé de hablar negó con la cabeza. Me dijo:
    -O sea que resistir siempre implica resignar una parte.
    -Claro –respondí.
    Esperé en vano alguna conclusión. Siguió hablando de cualquier cosa: de la factura de gas o del costo de vida.
    No insistí. Junté los restos de manzana, los tiré al tacho. Clasifiqué el tema de las plantas y el fuego como un enigma abierto pero de rápido olvido. Sin embargo, a los pocos días, volvió sobre el asunto.
    -Decime, ¿no te quedó la duda sobre las plantas que resisten el fuego?
    -Te escucho –le dije.
    Había una respuesta correcta. No se trataba de la mía: existen plantas que tienen semillas con una cáscara muy resistente, semillas blindadas con una protección capaz de soportar el fuego.
    -Mirá –dijo y sacó del bolsillo una bolsita de nailon y la vació sobre la mesa. Se dispersaron en el mantel unas bolitas negras. Cuando agarré una la noté pesada y fría, parecía estar hecha de acero.
    -¿Perdigones?
    Me miró con el ceño fruncido. Cuando habló, usó una voz hermética para marcar autoridad.
    -¿De qué venimos hablando?
    -Bueno, ya sé…
    - No, ¿de qué carajo venimos hablando?
    Necesité unos segundos.
    -De las plantas que resisten el fuego.
    -De las semillas de las plantas que resisten el fuego –aclaró-. Son éstas –dijo y señaló las bolitas dispersas sobre la mesa-. Adentro tienen la información genética de un arbusto del tamaño de un plátano, ¿qué me contás?
    No se me ocurrió ninguna cosa para decir. Usted me entiende: en algún momento le habrá pasado. Al rato, cuando él tragaba una sopita de verduras, hice un comentario:
    -Entonces tenía razón yo. Era algo parecido a lo de las raíces.
    Mi padre se quedó con la mirada perdida, saboreando el caldo. Después, se repasó los dientes con la lengua. Arqueó las cejas. Por fin dijo:
    -Me parece que hablamos de dos cosas distintas: de la semilla nace algo nuevo. Y de la raíz, en el mejor de los casos, se regenera la misma vida.
    Dije que sí. Noté cierta indulgencia en su boca que desplazaba la expresión enemiga. En ese instante, entró Raquel Vega. Traía una fuente cargada con milanesas fritas. Aclaró que eran para el día siguiente, que las ponía en el horno porque todavía estaban calientes. La interrupción canceló la charla, pero cada tanto me vuelve a la memoria.

Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Jorge.
Me gustaría comunicarme con vos. Hago scouting literario para una agencia literaria de EE.UU. y quisiera mandarle algunos libros tuyos para una posible edición.
Un saludo grande.
M. Eugenia Villalonga

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