El arte institucionalizado me tiene entre sus concurrentes sólo de modo ocasional y siempre que haya de por medio una invitación de amigos. Aprendí que es muy poco lo que vale la pena y que no hay nada indispensable (Shakespeare, por poner un caso célebre, no había leído la magnífica obra del cisne de Stratford-upon-Avon, bache de formación que sin embargo no le impidió escribirla). Por eso me fue inevitable escuchar como se escucha la omnipresente y conocida propaganda los esfuerzos de mi amigo Tito Rolando por persuadirme de no faltar a la apertura de la exposición que montó en la ciudad de México.
-Va a ser un hito no en la historia del arte, sino en la historia de la civilización -me repetía por teléfono o en persona, poniéndome una mano en la espalda.
El nombre de la muestra era Tacto, sentido que según la presentación escrita por Tito nos habilita por primera vez la estridencia del mundo, al estamparnos en el cuerpo el trance del nacimiento, así como más tarde los orgasmos, el frío y el estar (el ser). En el breve texto, Tito también recuerda o establece que es con el tacto que sentimos el dolor, “todos los dolores, incluso el psíquico”, alardea. Tal inmediatez con lo real lo convierte en “la fuente del miedo y todas sus consecuencias (la civilización)”. Según sus palabras, “de los cinco sentidos es el menos codificado, el que la civilización menos tocó: no vamos a decir intacto pero […]” no hay artes táctiles, que sí existen para el resto de los sentidos, aunque más no sea en la forma inestable y poco formalizada del perfume o la gastronomía.
La muestra (aunque muestra no es la palabra) se montó en una antigua casona de la Roma, zona de la capital mexicana donde a principios del siglo veinte construían sus ambiciosas residencias las familias más adineradas, y cuyo trazado conserva a pesar de las muchas intervenciones posteriores cierta grandiosidad propia de su concepción acaparadora del tiempo y el espacio. Para recorrerla se juntaba a la gente en grupos de unas veinticinco personas. Se les hacía quitar anillos y pulseras, se les pedía que se arremangaran hasta el codo y se lavaran las manos en lavatorios instalados ad hoc en el vestíbulo de entrada (el DF es una ciudad muy mugrienta).
Entonces se daba paso a una sala antecedida del título “Interfases”, donde una suave música electrónica traía el calor del atardecer en una playa del Pacífico mexicano, y tras un breve tiempo necesario para habituarse a la penumbra rojiza, podían distinguirse brazos y piernas humanos, que avanzaban en el espacio desde huecos de las paredes y estructuras de exhibición. A distintas alturas se presentaban plantas del pie, que como alto relieves animados sobresalían apenas de la línea de la pared, y una sucesión de muslos, corvas, pantorrillas, manos y brazos. Formaban una colección de calculada variedad convencional: de aspecto femenino y másculino, flacos y gordos, de texturas, tonos de piel y regímenes pilosos de lo más diversos. En apariencia inmóviles, los miembros estaban en posturas que hacían obvias tanto la comodidad relajada de sus dueños como la vida que los animaba.
Los visitantes empezaban por tocar con la yema de los dedos las partes expuestas, las apretaban con suavidad o las recorrían a lo largo. Se reían con nerviosismo. Después apoyaban más la mano y la movían en una caricia, los más avispados tratando de intensificar el contacto y diferenciarlo de algún modo del de los demás (no tenían ningún éxito, eran cientos de visitantes por día). Al cabo de los quince veloces minutos que tomaba este precalentamiento se abría una puerta luminosa al fondo de la sala, se indicaba así que había que seguir.
“Cajas” se llamaba el siguiente recinto. Un salón semisubterráneo con forma de corredor ancho, de cuyas paredes sobresalían amurados torsos de hombres y mujeres, vientres y también espaldas, expuestos entre las líneas donde se espesa el vello púbico y empieza el cuello. Bajo la luz ocre, las carnes resaltaban como pedazos de mármol o piedra granítica contra el fondo oscuro, según fuera su color original.
Un imán eran las tetas que desde los huecos iluminados se ofrecían a la caricia estudiante o voluptuosa o fraternal del público, aunque nadie salía del salón sin probar la colección de espaldas ni los velludos pechos de hombre, pasto suculento para la avidez manual. Varios cuerpos erguidos asomaban de un largo exhibidor de acrílico color lila fosforescente, y a la altura del cuello se hundían en una estructura similar, por lo que quedaba al alcance del público el tronco íntegro de cada expuesto, junto con sus brazos apoyados en cabestrillos. Sobre una cama que en verdad era un altar yacía una joven de piel morena, rodeada de almohadones bordados en los que se perdían su cabeza y su cintura. El visitante podía llegarle por alguno de los lados y tocarle la panza, las tetas, el cuello, los bordes del pubis y esas zonas tan enloquecedoras del bajo vientre donde nacen las piernas.
Como el número de cuerpos expuestos eran menor que el de visitantes, en varios se juntaban dos y a veces tres personas, y las manos caían como un torrente. Aquí se repetía el comportamiento de la sala previa, aunque en cámara rápida: en la mitad del tiempo que le había tomado hacerlo con piernas y brazos, la gente metía mano a los torsos, no sólo porque ya conocía el procedimiento, sino además porque sospechaba que el tiempo sería tan breve como en el caso anterior. Pero se equivocaban, era menor, apenas diez minutos, aunque de todos modos cuando llegaba el campanazo todos habían probado dos o tres pieles, excepto una minoría de hipnotizados que por la lascivia se habían clavado en una.
La experiencia producía una embriaguez táctil que dejaba a todos muy acelerados. “¿Y ahora qué viene?” se preguntaban con ansiedad quienes conservaban la lucidez suficiente. Lo que venía era un patio al sol, donde la casa invitaba unas margaritas y la gente conversaba su exaltación. Tras esa dosis alcohólica, uno quedaba en condiciones ideales para cruzar la puerta de “Dulzura y suavidad”, tras la cual la muestra adquiría tintes barrocos.
Tal como en las salas anteriores, había aquí extremidades y torsos, pero supeditados al verdadero objetivo no ya de la sala, sino de todo Tacto: el sexo de sus dueños. Los expuestos estaban de pie o recostados, algunos en posturas de entrega total, con las piernas abiertas como una flor en el minuto previo a empezar a morir. Con pura lógica de exhibición se presentaban hermosas conchas, pitos deslumbrantes y no pocos anos y colas, unos acompañados de las piernas, otros del tronco y los brazos. Las caras seguían ocultas.
Tras un primer momento de intimidación -de incalculable brevedad-, los visitantes se lanzaban como poseídos sobre las atractivas piezas. La luz siempre localizada y tenue cambiaba entre tonos azulinos, violetas y verdes. Nadie parecía preocupado por el decoro, y junto con mujeres que buscaban emocionadas el calor suave de una vulva para acariciarla con sabiduría milenaria, había hombres dedicados a hacer cambiar de estado unas pelotas, porque la diferencia de esta sala respecto de las anteriores era producto del tipo de diálogo que se establece con un sexo vivo.
En el mareo de mi primer -y única- visita me tocó trabajar una verga portentosa, que encontré casi a la altura de mi rostro rodeada de suave vello rojizo, y cuyos elásticos huevos retuve con candor entre las manos. Me hizo ilusión regalarle una caricia exquisita a su propietario, a quien también le toqué la panza, el pecho, y la cola escultural. También me dediqué a una conchita rozagante dispuesta como al descuido, con timidez se diría, sobre una superficie blanca, cuyo magnífico calor, fuente de toda razón y justicia, sentí vibrar bajo mis dedos como un violincito ultrasensible.
Una de las piezas más llamativas, un tesoro que sin embargo no todos se atrevían a recorrer, era el culo abierto como un libro (según Tito, quien aseguraba haber ocupado más de una vez la posición, la máxima entrega posible) de un hombre joven, sobre el cual las manos se posaban con gran delicadeza, como si hubieran buscado honrar el nombre de la sala. Era una de las pocas posiciones que se cubría con un casting riguroso.
Cuando la experiencia empezaba a cambiar de régimen (esta vez no había tiempo fijo, era más una cuestión de pálpito, de onda de quien estuviera a cargo del recinto), se te acercaba uno de los cuidadores, que nos habían acompañado todo el tiempo disfrazados de público, y te invitaba a salir.
Pero Tacto no terminaba ahí: el auténtico acontecimiento ocurría si uno aceptaba la invitación a exponerte con que se despedía al público. No dudé, y así supe que la experiencia de Tacto radicaba en verdad no en tocar otros cuerpos sino en entregarse al asalto de manos ajenas: el ejercicio del postergado sentido, lejos de restringirse a las terminales nerviosas de las manos, se extendía y diversificaba por casi toda la piel.
Los voluntarios hacíamos turnos de una hora por sala y un máximo de cuatro turnos al día. Alcancé la mayor plenitud cuando empecé a llegar drogado, y la receptividad a las manos de quien se entretuviera con mi cuerpo florecía sobre cada nueva flor. Sentí callos, uñas, palmas sudorosas, temblores y ansiedades muchas veces agradables en sectores diversos de epidermis. En alguna ocasión incluso calor de labios y la tibieza húmeda de un aliento. Dos veces estuve a punto de apretar el botón de rescate, porque me había agarrado algún loco o loca mal entrazado, pero bastó con retraerme ligeramente para que el contacto perturbador se desentendiera.(1) No me costó descubrir por qué los expuestos no debíamos ver quién nos tocaba: era el único modo de sustraer el tacto a la totalización de los “sentidos superiores” (como se designa a la vista y el oído sólo por corresponderles un código cada vez más extenso).
La muestra se montó con los mayores augurios, y Tito no se cansó de vociferar que era una revolución. Tal vez lo haya sido, no estoy en condiciones de juzgar. Lo cierto es que las tres semanas que pasé metido en la factoría del tacto coparon mi vida, arrastrándome a una vorágine donde mi piel (o algo de lo que la piel es sólo la epidermis, mi cuerpo íntegro) adquirió los rudimentos de un saber milenario, como si aprendiera a escribir, música, danzas, natación y caligrafía, o una combinación de esos sistemas y otros que no sé nombrar y que no cesan aún hoy de mutar y producirme sospresas cada vez que subo a un colectivo.
Y sin embargo, a pesar de su excepcionalidad, la exposición tuvo escasas repercusiones. Tito aseguraba que las corporaciones mediáticas la habían boicoteado por indecente. Puede ser, porque a pesar de la concurrencia masiva las reseñas fueron escuetas o directamente inexistentes. Un amigo me escribió desde México otra versión: asegura que coincidió con el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, que totalizaron la información durante semanas. Es verosímil, porque fue por la misma época, aunque en mi recuerdo ambas cosas existen en mundos excluyentes. Tito, tres semanas después de levantar todo, se fue a vivir con una tribu amazónica y cuenta que anda todo el día en bolas.
Diego Iturriza (Buenos Aires)
(1) El público merece su propio relato. Mucho se habló por ejemplo -aunque no me consta su existencia- de una chica que entraba varias veces por día con la intención de tocar sólo a su ex novio, que la había dejado pocas semanas antes de exponerse. La tildaban de fanática, loca, cualquier cosa, y la razón de su vida era tocar. Otra presencia permanente, que además creció con los días, fueron los ciegos. El primer día hubo uno solo (hay cifras exactas porque entraban con descuento), y al terminar la muestra no había grupo que no incluyera varios. Se había corrido la bola entre ellos, y dadas las ventajas comparativas con que encaraban la experiencia es fácil imaginar lo atractiva que les resultaba. Llamó también la atención la frecuente concurrencia de familias con hijos en edad escolar primaria o secundaria, parejas vanguardistas en busca de una salida cultural que compartir con su prole. Aunque la mayoría de los concurrentes eran jóvenes modernos, abundaba la gente de edad, que quién sabe cuánto tiempo había estado sin tocar más cuerpo que el propio.
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1 comentario:
diego, soy eun-young de corea, nos conocimos en el colegio de mexico. ya perdi tu e-mail y tu numero de tel. pero quisiera tener contacto. mi correo-e es ey70@snu.ac.kr espero que me escribas. te echo de menos. puedes borrar el comentario despues de leerlo.
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