Es una de las 2571 tomas de la sesión de fotos que duró tres días en el hotel Bel-Air, de Los Ángeles. Sus últimas poses ante una cámara; Marylin Monroe murió seis semanas después, el 5 de agosto de 1962, cuando la revista Vogue tenía en prensa la edición con sus imágenes. Bert Stern (EE.UU, 1929) le propuso fotografiarla desnuda, sin ningún maquillaje, salvo con un poco de rouge. Marylin sólo puso un reparo, que no se le viera la cicatriz de la operación de vesícula que había tenido un mes atrás. El fotógrafo cumplió su palabra. Las imágenes publicadas fueron cortadas casi a la altura de la cicatriz. Un corte sobre la herida plegada. Una costura como la boca de una alcancía, en paralelo al pliegue de los brazos. Una mueca debajo de los ojos que inventan sus manos. El juego del pudor erótico y la herida al desnudo.
Ella estaba en la foto, simplemente no fue publicada esa vez. Ella es la cicatriz. Como un labio apretado, fruncido en la comisura derecha, en rara correspondencia con el párpado algo caído y el ángulo de la boca del mismo lado. Curiosidad de una composición fuera de plan. El cansancio de esos tres días ante la cámara, y acaso la bebida para soportarlo, hicieron su parte. Se ofrecen sin saber que son fundamentales. Refuerzan los sentidos en otra dirección, la única deseada por el lector, la de suponer el agotamiento por una escena amorosa y no por el trabajo. Stern recuerda lo que le dijo en una ocasión Diane Vreeland, editora de Vogue: “Una mujer no es bella por su piel, sino por sus cicatrices.” Eso fue después de la sesión con Marylin, no pudo ser parte del plan de composición de ese trabajo, y sin embargo cómo negar que esa idea estuvo allí. Igual que ella, la cicatriz. Marylin posa sin ropas ante la cámara, desvestida, y ella es su desnudez. El tajo que no debería verse, el tajo que rasga el velo de una mujer que juega a ocultar lo que muestra.
Sin maquillaje. Natural. En Vidas rebeldes (1961), su última película, hay una escena en la que Clark Gable le dice que es la mujer más triste que ha conocido. “Pero todos piensan que soy muy alegre,” replica. “Eso es porque no hay hombre que no se sienta feliz al mirarte.” El guión fue escrito por Arthur Miller, con quien se había casado en 1956. Pero no fue el primero en mencionar la lacerada desnudez de la actriz. Un año antes, a fines de abril de 1955, Truman Capote la entrevistó en la capilla donde se realizaba un homenaje póstumo a Constance Collier, maestra y protectora también de Audrey Herpurn y Vivian Leigh. Cuando Marylin llegó a la cita, demorada y alterada, a Capote le costó reconocerla. “Me maquillé y luego pensé que no debería ponerme pestañas postizas ni pintarme los labios ni nada, así que me lavé la cara, y después no sabía qué ponerme.” “Se te ve muy bien,” le dice Capote, aunque antes escribe también lo que vio y no le dijo: que tenía un vestido negro que parecía prestado, unos anteojos de lechuza incrustados en el pañuelo negro que le cubría la cabeza, una dramática palidez vainilla; que parecía una abadesa yendo a entrevistarse con el Papa, a no ser por los altos tacones juguetonamente eróticos… Allí no estaba la cicatriz, y sin embargo es casi la misma escena que rodaría con Clark Gable y exactamente el mismo corte que Bert Stern le prometió en su última sesión de fotos. Ella estaba, aun cuando nadie pudiera verla.
La madrugada en que encontraron muerta a Marylin, había a su alrededor un frasco vacío de pastillas y el teléfono descolgado. Nadie supo jamás a quién llamaba aunque no dejaron de tejerse suposiciones. En su poema “Oración por MM”, Ernesto Cardenal llegó a pedirle a Dios que atendiera ese llamado. El cuerpo de Marylin estaba echado en la cama, desnudo, revuelto entre las sábanas, igual que aparece en algunas tomas de la sesión con Stern. Y un detalle más: la mitad del cuerpo estaba volcado fuera de la cama, como partido en dos a la altura exacta de la cicatriz.
Miguel Vitagliano (Buenos Aires)
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1 comentario:
Guau, Miguel... Un modo revelador de montar algunos datos, una imagen, un par de escenas. Me quedo pensando que esa cicatriz tiene algo de vulva.
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