La juventud como valor simbólico en la sociedad es una invención relativamente reciente, contemporánea -y algunos dirían que consecutiva- a la muerte del hombre. La última vino de París, la otra estaba esperando por lo nuevo en todos los continentes, y desde luego también en el Río de la Plata. Ser joven antes de la década del 60 era confinarse a una juguetería, el lugar donde, como decía Barthes, los adultos preparan los artefactos para que se reproduzca a escala infantil la sociedad que ellos construyeron: mandatos de género, intereses y fetiches sociales, y un sentido inalterable del orden impuesto.
Todos los integrantes de Contorno rondaban los 25 años al publicar su primer número en 1953. La revista (1953-1959) inauguró un modo señero de interpretación de la literatura tanto como de interpelar desde ella a la sociedad y la política nacional. Acaso porque eran jóvenes se sintieron conminados a hablar por encima de su condición. “La juventud es al final una edad artificial, un espejismo de la conciencia de la clase burguesa”, escribió Juan José Sebreli, de 23 años, en el editorial del primer número: “El proletario no es nunca joven, pasa sin transición de la adolescencia a la edad del compromiso y la responsabilidad, a la edad del hombre.” Y terminaba diciendo que era necesario destruir la juventud “para que surja de allí el hombre.”
Ismael y David Viñas salieron a la calle con brochas y engrudo a pegar afiches publicitando su revista. Lo mismo hicieron ante la publicación de los primeros cuatro números, es decir también con el de diciembre del 54 que fue el afiche con el que se topó Moris a sus 13 años en una pared cercana al colegio Otto Krause. Todavía no había compuesto ninguna canción, se pasaba el día deambulando por las calles y escuchando cool jazz. Las lecturas llegaron después, junto con los primeros acordes aprendidos en la guitarra, entre los 15 y los 16, al ritmo de la efervescencia que emanaba de lo que se conocía de Allen Ginsberg y Jack Kerouac, quienes con algo más de treinta arriesgaban otra mirada a su contorno en el norte.
Pero la literatura de los beatniks sería difundida por primera vez en castellano a través de la revista Sur y su editorial; es decir, curiosamente, en una zona que estaba en las antípodas de Contorno. En 1958 Sur publicó El ángel subterráneo y En el camino, ambas novelas de Kerouac, y en el número 271 de Sur (julio-agosto de 1961), Alberto Girri presentó a dos poetas beatniks, G.Corso y L.Ferlingueti. Los encuentros efectivos en Buenos Aires entre los nuevos jóvenes y los que ansiaban dejar de serlo se daba por lo escrito –y lo callado- en las paredes. Un juego de postas con objetos y prácticas culturales que se resignificaban. Como el jazz, o las mesas de ciertos bares, La Paz, el Ramos. En la mesas de La Perla del Once, donde en otro tiempo se habían encontrado el viejo Macedonio y el joven Borges, fue copada a comienzos de los 60 por Moris, Nebbia, Pajarito Zaguri, y Pipo Lernoud. “En el fondo, contra la pared, habíamos copado –contaba Lernoud en una entrevista con Miguel Grinberg-, veinte mesas y todos los días íbamos ahí, y había siempre alguien, permanentemente. Juntábamos cuatro sillas y dormíamos allí.” En frente estaba La cueva donde se tocaba jazz: “Predominaba el jazz. Y de golpe vino una generación más joven. Al principio iban viejos, no futuros rockeros.”
En 1966 tocaron allí Los beatniks, el grupo que hacían, entre otros, Moris, Pajarito Zaguri y Javier Martínez. La actuación incluía ciertas escenas teatrales, escritas por Moris al influjo de los beatniks del norte. Ya en ese año Moris había compuesto alguna de las canciones que grabaría en 1970, una de ellas era “Escuchame entre el ruido”, la primera canción de lo que después se llamaría “rock nacional” que puso en cuestión la discusión del género. Un problema que aún seguiría siendo tabú para los jóvenes militantes en los 70. Una canción huérfana de estribillo que se proponía al borde de un lírico monólogo improvisado, como el mismo Moris definiría a otro de sus temas, “De nada sirve”. Una fusión que proponía terminar con la distancia entre la intimidad de una confesión y la proclama poética existencial de una generación. Un diálogo en sordina con el “Howl” de Ginsberg. Inspiración a escala del rollo interminable que utilizaba Kerouac para escribir sus narraciones y no interrumpir con el cambio de página. Y también con aquello que Allen Ginsberg proponía, en 1965, en una entrevista con The Paris Review: ¿Por qué no hablar con La Musa con la misma franqueza con que uno habla consigo mismo o con un amigo?
“El hombre tiene miedo de su sexo también /y niega a la mujer que lleva dentro de él/ ¿Qué flor le daré aquel que vive sin amor? /la flor de mil y un sexos, la flor de un creador…
(…) Lo miro a mi abuelo, él era muy viril /igual que yo, era hombre o mujer/ díganme ustedes, dueños de la moral,/ la voz de ese viejito ¿es de hombre o de mujer?”
Criticaba “la pose macha y la voz de arrabal”, y el omnívoro despliegue de la sociedad de consumo en un momento de expansión de la clase media en el país al compás de una dictadura: “Las máquinas fabrican frases para vivir, /y todos repetimos, sin nunca descubrir.” Un fraseo literario y musical inaudible en las radios por esos años; era música para leer con los oídos. Una música que se leía mientras que los que escribían escuchaban otras músicas.
El primer disco de Moris se editó en 1970, en el sello Mandioca, de Jorge Álvarez, quien acababa de cerrar la editorial donde había publicado buena parte de los mejores libros argentinos de la década –entre ellos, a varios de los autores de Contorno- para dedicarse al fenómeno de esa nueva música emergente. Moris aparece en la portada de Treinta minutos de vida de pelo corto y sin el mínimo aire pop, casi parecido al joven Oscar Masotta cuando era amigo de los Viñas. La voz áspera de Moris también se impone intempestiva para alguien que no ha llegado a los 30 años. En una escucha rápida da la sensación que se acerca al pasado, al fraseo tanguero, y no es así: se acerca en el punto justo, como diría Badiou, para hacer ostensiva una distancia irreconciliable. La distancia se pronuncia con mayor densidad en la sombra de la cercanía. Así como Luis Alberto Spinetta empezó a inventar desde el primer disco de Almendra (1970) una manera de ser joven en Argentina (imposible no reconocer su marca en las inflexiones de las voces, gestos y poses del cuerpo), Moris echó a rodar, con la suerte dispar de lo invisible, la ardua manera de dejar de ser viejo desde joven.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, Argentina, EdM, mayo de 2012
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3 comentarios:
Muy bueno el texto Miguel! El rock argentino fue a la literatura para crecer y hoy (en realidad hace unos años ya, me parece) se invirtió el proceso: la literatura va al rock para permanecer. Un capítulo más en la idas y venidas entre la música y la literatura.
Luego de demostrar que no soy un robot, procedo a publicar este comentario. Muchos saludos
Disputo, Miguel. Sebrell no tiene razón. "La juventud" fue inventada por la industrialización en el siglo 18, y siempre desde ahi se dividió en burguesia y proletariado. Hay estudios históricos como cambia la división de las edades en las dos juventudes con la industrialización. Según John R. Gillis (1974) el tema de la "juventud", cuando se tematiza, refleja un cambio social y económico en términos de generaciones. Un movimiento ideológico de los medios para abrir nuevos mercados. Del jazz de los beatniks al rock de los Beatles. CBS saluda.
Gracias, Federico. Pero habría que considerar qué tipo de literatura y frente a qué rock sucedería eso.
Miguel
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