Ian McEwan escribe sus relatos a mano alzada, en un departamento con vistas al George Park que convirtió en estudio. Trabaja en dos mesas. Una está ocupada por la pantalla inmensa de una máquina Apple, la otra está repleta de cosas pero es allí donde escribe. Es una mesa amplia de cocina que decidió llevar a su estudio con la intención de mantenerla despejada de libros y papeles apilados. A veces intenta ponerla en orden, aun sabiendo que nada se comporta allí como en una cocina donde los platos sucios encuentran rápido su destino. Dice que en cuanto separa un papel para echarlo a la basura, comienza a dar vueltas hasta que ese mismo papel termina por ocupar el lugar de una nueva pila que no dejará de crecer, y así con todo lo demás.
La cocina y el escritorio no comparten el mismo mundo, o acaso el orden del mismo mundo. Sin embargo esa mesa de cocina es algo especial para McEwan, fue el único objeto que construyó con sus propias manos, a excepción de sus relatos que escribe sobre cuadernos con renglones y sin márgenes, justamente, sobre esa mesa. ¿Por qué no ha construido otros objetos? Nadie se lo ha preguntado, al menos en público. Y tener esa información sería más que pertinente, porque hay una mesa de cocina inolvidable en una de sus novelas, El inocente, publicada en 1990, unos años después de que McEwan construyera su propio escritorio. Esa mesa no está en Londres sino en Berlín, en los tiempos de la Guerra Fría, en 1955, durante el último verano de vida de Bertolt Brecht y sus siete escritorios, no muy lejos del departamento en el que Leonard y María, la pareja de la novela, planean deshacerse del cadáver del ex marido celoso y golpeador. Lo que finalmente deciden es cargarlo y ponerlo sobre la mesa de la cocina para descuartizarlo con una sierra, un hacha y una cuchilla. A Leonard le cuesta mover la sierra sobre las articulaciones del cadáver, y es María la que le indica cómo hacerlo porque sabe de carpintería: primero debe atraer la sierra hacia su lado y luego, entonces, moverla hacia delante.
Los escritorios tienen voluntad vertical. Algo los conecta con una energía sumergida en el pasado recóndito de cada escritor, una línea de fuerza hacia abajo, profunda y tan íntima como misteriosa. Quizá la recurrencia a apelar a “la cocina de la escritura” para referirse al trabajo de los escritores encuentre su único posible asidero en la conexión con ese misterio, no en que se trate de la posesión de un saber hacer -como suele entenderse- sino que sea la indicación del lugar donde una práctica ya no puede saber lo que sabe. El lugar de la infancia, la madre, y el corte. Los escritorios son espacios Frankestein: algo se escribe cuando antes algo se ha cortado.
Pero así como hay una línea que conecta a los escritorios con lo recóndito de la intimidad, otra no menos poderosa los lanza hacia arriba, a las alturas. ¿Será acaso otro nombre para la misma idea de profundidad? Las respuestas escriben distintas literaturas. Michel de Montaigne a los 38 años, en 1571, se recluye en su castillo y escribe en una torre lo que serán sus ensayos. La historia deberá esperar al siglo XIX para ver las torres como “torres de marfil”, un giro con el que nombrar a los escritores que deciden escribir apartados de los avatares del mundo social. Que escriben desde arriba dándole la espalda al dolor de sus semejantes. No deja de ser curioso que el sintagma “torre de marfil” haya sido tomado de una imagen bíblica referida a los atributos de María, madre de Jesús y esposa de un carpintero. Corte. Fue Sainte-Beuve, al parecer, quien acuñó el concepto para la crítica literaria, y desde entonces la mención “torre de marfil” ha sido tan dual como los escritorios. Es el lugar de una descalificación o el lugar desde donde ejercerla. Como en el caso de Nabokov que recomendaba “la muy denigrada torre de marfil” como espacio privilegiado para el escritor, sugiriendo que antes habría que tomarse “la inevitable molestia de matar a algunos elefantes”, en especial al sentido común: todo cuanto entra en contacto con ese elefante queda devaluado. Nabokov escribía de pie, tal vez para dar énfasis a la perspectiva, un señalamiento que sin suda no le habría gustado.
Atento a la voluntad vertical que tienen los escritorios, Sergio Bizzio escribe con una computadora portátil en dos lugares de su casa, en una mesa que está en la cocina, y en otra que tiene en el estudio, en la segunda planta, ambas están casi en una misma línea de corte. Dice: “En esa vertical me recluyo. Esa vertical es mi convento. La cocina da al jardín. El estudio a los techos vecinos. Ignoro por qué escribo a veces en una y a veces en otra.” (https://escritoresdelmundo.com/2010/06/scribo-en-dos-mesas-blancas.html) De lo que no hay dudas es que los personajes de sus novelas desconfían de permanecer demasiado en lo alto, el protagonista de Era el cielo (2007) no soporta subir a un avión, es una de las cosas que lo mantienen inmovilizado en tierra firme a lo largo del relato, lo que no es poco ya que la escena con la que la novela comienza es la llegada a su casa cuando dos hombres están violando a su mujer. Si hace algo, se descubre y pueden matarla; si no hace nada puede fingir que no ha visto nada y seguir adelante, o creyendo que todo seguirá igual. Pero tampoco a Bizzio parecen gustarle las alturas. En El escritor comido (2010), el protagonista es Mauro Saupol, un escritor brasilero de best-sellers a escala internacional que decide aprovechar un accidente de avioneta en la selva del Amazonas para fingir su propia muerte y así tener la oportunidad de espiar qué dicen acerca de él.
Fue en la mesa de la planta baja donde Bizzio escribió la mayor parte de la novela. Una mesa redonda con una pata de aluminio en el centro, no rectangular ni de madera clara como la otra, semejante a la que McEwan hizo con sus manos. Es que no podría haber escrito El escritor comido en una mesa en lo alto, si se tiene en cuenta que Saupol vivía en lo más alto de la torre del éxito. ¿O sí, por qué no? ¿Hay alguna relación entre el lugar donde se escribe y lo que se escribe? McEwan estaba sentado en su mesa de cocina, tratando de encontrar cómo seguir adelante con su trabajo porque acababa de terminar el manuscrito de Expiación, cuando recibió el llamado de su mujer contándole que lo había llamado el editor de The Guardian para pedirle un artículo sobre lo que estaba sucediendo en New York. ¿Cómo, qué pasa, encendé el televisor? McEwan vio en la pantalla el fuego sobre las Torres Gemelas. Era el 11 de septiembre de 2001.
Las imágenes lo devoraron. Pero esa misma tarde volvió a desconectarse de todo para escribir el artículo que se publicaría en dos días. Un texto que se precipita hacia el misterio de sus propias ficciones, a esa secreta intimidad conectada a su escritorio. Una mujer prisionera en una de las Torres Gemelas, cuando descubre que ya no podrá escapar, llama a su esposo que está en San Francisco para despedirse, y como el hombre no atiende el teléfono deja grabada su despedida, nada más que dos palabras, esas dos palabras, dice McEwan, gastadas por las peores canciones y las películas más tontas, dos palabras tan usadas como la más seductora de las mentiras.
Pero así como hay una línea que conecta a los escritorios con lo recóndito de la intimidad, otra no menos poderosa los lanza hacia arriba, a las alturas. ¿Será acaso otro nombre para la misma idea de profundidad? Las respuestas escriben distintas literaturas. Michel de Montaigne a los 38 años, en 1571, se recluye en su castillo y escribe en una torre lo que serán sus ensayos. La historia deberá esperar al siglo XIX para ver las torres como “torres de marfil”, un giro con el que nombrar a los escritores que deciden escribir apartados de los avatares del mundo social. Que escriben desde arriba dándole la espalda al dolor de sus semejantes. No deja de ser curioso que el sintagma “torre de marfil” haya sido tomado de una imagen bíblica referida a los atributos de María, madre de Jesús y esposa de un carpintero. Corte. Fue Sainte-Beuve, al parecer, quien acuñó el concepto para la crítica literaria, y desde entonces la mención “torre de marfil” ha sido tan dual como los escritorios. Es el lugar de una descalificación o el lugar desde donde ejercerla. Como en el caso de Nabokov que recomendaba “la muy denigrada torre de marfil” como espacio privilegiado para el escritor, sugiriendo que antes habría que tomarse “la inevitable molestia de matar a algunos elefantes”, en especial al sentido común: todo cuanto entra en contacto con ese elefante queda devaluado. Nabokov escribía de pie, tal vez para dar énfasis a la perspectiva, un señalamiento que sin suda no le habría gustado.
Atento a la voluntad vertical que tienen los escritorios, Sergio Bizzio escribe con una computadora portátil en dos lugares de su casa, en una mesa que está en la cocina, y en otra que tiene en el estudio, en la segunda planta, ambas están casi en una misma línea de corte. Dice: “En esa vertical me recluyo. Esa vertical es mi convento. La cocina da al jardín. El estudio a los techos vecinos. Ignoro por qué escribo a veces en una y a veces en otra.” (https://escritoresdelmundo.com/2010/06/scribo-en-dos-mesas-blancas.html) De lo que no hay dudas es que los personajes de sus novelas desconfían de permanecer demasiado en lo alto, el protagonista de Era el cielo (2007) no soporta subir a un avión, es una de las cosas que lo mantienen inmovilizado en tierra firme a lo largo del relato, lo que no es poco ya que la escena con la que la novela comienza es la llegada a su casa cuando dos hombres están violando a su mujer. Si hace algo, se descubre y pueden matarla; si no hace nada puede fingir que no ha visto nada y seguir adelante, o creyendo que todo seguirá igual. Pero tampoco a Bizzio parecen gustarle las alturas. En El escritor comido (2010), el protagonista es Mauro Saupol, un escritor brasilero de best-sellers a escala internacional que decide aprovechar un accidente de avioneta en la selva del Amazonas para fingir su propia muerte y así tener la oportunidad de espiar qué dicen acerca de él.
Fue en la mesa de la planta baja donde Bizzio escribió la mayor parte de la novela. Una mesa redonda con una pata de aluminio en el centro, no rectangular ni de madera clara como la otra, semejante a la que McEwan hizo con sus manos. Es que no podría haber escrito El escritor comido en una mesa en lo alto, si se tiene en cuenta que Saupol vivía en lo más alto de la torre del éxito. ¿O sí, por qué no? ¿Hay alguna relación entre el lugar donde se escribe y lo que se escribe? McEwan estaba sentado en su mesa de cocina, tratando de encontrar cómo seguir adelante con su trabajo porque acababa de terminar el manuscrito de Expiación, cuando recibió el llamado de su mujer contándole que lo había llamado el editor de The Guardian para pedirle un artículo sobre lo que estaba sucediendo en New York. ¿Cómo, qué pasa, encendé el televisor? McEwan vio en la pantalla el fuego sobre las Torres Gemelas. Era el 11 de septiembre de 2001.
Las imágenes lo devoraron. Pero esa misma tarde volvió a desconectarse de todo para escribir el artículo que se publicaría en dos días. Un texto que se precipita hacia el misterio de sus propias ficciones, a esa secreta intimidad conectada a su escritorio. Una mujer prisionera en una de las Torres Gemelas, cuando descubre que ya no podrá escapar, llama a su esposo que está en San Francisco para despedirse, y como el hombre no atiende el teléfono deja grabada su despedida, nada más que dos palabras, esas dos palabras, dice McEwan, gastadas por las peores canciones y las películas más tontas, dos palabras tan usadas como la más seductora de las mentiras.
Los escritorios siempre retoman la misma escena, nunca es exactamente igual; es necesario repetir para empezar a decir lo mismo por primera vez.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, octubre 2012
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1 comentario:
que bueno! sí que se vinculan los escritorios hacia abajo (siempre) y /(a veces) hacia arriba. Pero no estará reemplazandolos el regazo, el famoso "lap" que va con nosotr@s que nos vincula con la procreación, la madre? Y que será la literatura escrita en el "tablet", es decir en el aire del subte, del avión, del trén? Se desvinculará? Gran parte de los textos actuales se escriben con dos pulgares.
Afectará esto la producción literaria?
(Escrito a seis dedos)
W. Karrer
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