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De panópticos y celulares, por Alcides Rodríguez


Creados por los británicos durante la guerra anglo-bóer de finales del siglo XIX, los campos de concentración tenían como objetivo minar la lucha de los pueblos que resistían la colonización europea en África, Asia y Oceanía. Era una peculiar “táctica militar” que buscaba forzar la rendición de los rebeldes encerrando a sus mujeres, niños y ancianos, hacinados y con alimentación más bien escasa, sin preocuparse mucho por su integridad física y mental. Horribles padecimientos y un elevado nivel de mortandad fueron las obvias consecuencias de su implementación. Durante la Primera guerra mundial los países beligerantes importaron la idea a Europa para encerrar prisioneros de guerra y civiles. Algunas innovaciones tecnológicas como las ametralladoras, los barrancones portátiles y los alambres de espino baratos hicieron que fuera relativamente sencillo montarlos. Pasado el conflicto los campos no desaparecieron junto a las trincheras y el mortal ruido de las batallas. A pocas semanas de la asunción de Hitler como canciller de Alemania se inauguró Dachau, el primer campo de concentración nazi concebido como tal. Un exultante Heinrich Himmler, máxima autoridad de las SS, hizo el anuncio ante un enjambre de periodistas y lo presentó como una herramienta fundamental para conjurar toda amenaza a la seguridad del Estado. A pesar de los persistentes rumores que hablaban de feroces maltratos y asesinatos, el régimen nazi se esforzó por construir una buena imagen pública de los campos. La prensa ensalzaba su importante función y en los noticiarios cinematográficos se veía a severos pero justos guardias que obsequiaban un trato humanitario a grupos de prisioneros que trabajaban muy felices en labores decentes. Eran lugares de “reforma y reeducación” dirigidos por “expertos”, en donde se trabajaba con tesón para transformar a los internos en buenos alemanes. Más allá de lo denunciado por unas pocas voces críticas que pocos escucharon, la sociedad alemana en su conjunto apoyó la decisión de levantar campos de concentración. Los pobladores de los alrededores de Dachau, en cuya puerta se colgó en 1936 el primer cartel de hierro forjado con la leyenda “El trabajo nos hace libres”, estaba entusiasmada con el campo porque lo veían como un estimulante motor para el desarrollo económico de la región.

     En plena Segunda guerra mundial las autoridades japonesas crearon su propio sistema de campos de concentración en los vastos territorios que ocuparon en Asia y Oceanía. Europeos y asiáticos sufrieron inenarrables penurias en ellos. En El imperio del Sol el novelista J.G.Ballard describe de manera incomparable la experiencia de un niño prisionero que vivía una tremenda realidad diaria de desnutrición, enfermedad, maltrato y muerte. Lejos de la criminalidad alemana y japonesa, las autoridades británicas volvieron a abrir campos de concentración para encerrar a los germanoparlantes que vivían en sus territorios. Tras el ataque a Pearl Harbor el gobierno estadounidense encerró en los suyos a los nisei, los americanos descendientes de japoneses. “Una víbora - se lee en un editorial aparecido en Los Angeles Times - es una víbora, sin importar dónde se abra el huevo. De la misma manera, un japonés estadounidense, nacido de padres japoneses, se convierte en un japonés, no en un estadounidense”. El final de la guerra no significó el final de los campos de concentración aunque el horror de la Shoa les diera un nuevo y terrible significado. Desde los gulags soviéticos hasta los centros de detención clandestina de las dictaduras militares latinoamericanas, pasando por los campos de concentración del ejército estadounidense en Afganistán e Irak, esta forma de organizar el encierro, la crueldad y la muerte sigue viva a pesar del espantoso sufrimiento que ha producido.
     En su Sociedad de la transparencia Byung Chul Han plantea que en el siglo XXI se está conformado una nueva versión de la sociedad de la vigilancia: el panóptico digital. A diferencia del célebre panóptico de Bentham que Foucault tomara para pensar los dispositivos de vigilancia de la modernidad, el nuevo panóptico es digital y no perspectivista, es decir, no posee el omnipotente centro de la mirada despótica. “Hoy - sostiene Byung Chul Han - el globo entero se desarrolla en pos de formar un gran panóptico. No hay ningún afuera del panóptico. Éste se hace total. Ningún muro separa el adentro del afuera. Google y las redes sociales, que se presentan como espacios de la libertad, adoptan formas panópticas”. En este dispositivo descentrado la vigilancia la ejercen todos desde todas direcciones. Lejos de estar aislados en celdas, como planteaba el modelo de Bentham, los habitantes del nuevo panóptico están todo el tiempo conectados y comunicados. Se exhiben y desnudan entre sí de manera voluntaria. Vigilan y son vigilados; espían y son espiados. Gozan mirar a otros mientras son mirados por esos otros, sin pausa ni respiro, de la mano de veloces pulgares que dibujan curvas y arabescos sobre la pantalla de celulares y tablets, sentados en los ómnibus, los bancos de las plazas, los comedores o en el mullido sillón de sus hogares, tomando un jugo de frutas, solos, en libertad. No hay misterio ni ocultamiento. Todo está a la vista. Todo se vuelve, como plantea Byung Chul Han, transparente.
      Entregarse a la mirada del Otro, sostenía Sartre hace ya tiempo, es cosificarse, es convertirse en objeto de ese Otro. Limitada por alambres de espino y torres de vigilancia, la mirada del campo de concentración, devastadora y criminal, ofrece sin embargo un afuera que brinda posibilidades al sujeto para salir de la cosificación. Es una mirada con un punto ciego que ofrece vías de escape. No pasa así con la mirada totalizante del panóptico digital, que no asesina ni propina culatazos a nadie. Será cuestión de hallar formas de ocultarse, de explorar qué velos se pueden tender para evitar su insistente presencia. En suma, crear un afuera virtual sabiendo que siempre habrá un ojo allí tratando de anularlo. Claro, siempre y cuando existan reales deseos de renunciar a la gozosa tentación de mirar y ser mirados todo el tiempo, de resistir la insaciable inclinación a cosificarse sin que nadie nos fuerce a ello.

Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, abril 2016
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