El siguiente texto fue leído en la presentación de Hijos del pueblo. Intelectuales peronistas: de la Internacional a la Marcha (La Cuarenta) de Guillermo Korn.
Mientras leía Hijos del Pueblo se me imponían constantemente dos imágenes muy conocidas. La primera tiene como protagonista a Blanqui, el escritor revolucionario francés, cuando en 1832 comparece ante el Tribunal que va a declararlo culpable por atentar contra el orden público. El presidente del Tribunal le pide que diga su profesión. “Proletario”, dice Blanqui. “Esa no es una profesión”, contesta el presidente. Y Blanqui replica que es la profesión de millones de franceses que viven de su trabajo y no ven cumplidos sus derechos. Los estudiantes y obreros presentes en la sala aprueban a los gritos y, de inmediato, el presidente ordena al secretario que anote “proletario” como la profesión de Blanqui. En ese instante algo que el orden no quería reconocer se hizo explícito, pero también algo más: lo nombrado se abría lugar reclamando justicia. Por supuesto que no había nada extraño en que interfiriera esa imagen; en definitiva, Hijos del Pueblo indaga en la experiencia de cinco escritores que buscaron con su oficio –la literatura o el periodismo- que “los proletarios” se abrieran lugar para conseguir y ampliar sus derechos políticos y sociales. Y al decir “proletarios”, digo obreros, explotados, cabecitas, descamisado, piquetero, perro, sierva, empleado en negro, empleada doméstica, grasa militante… Todos son nombres que le abren un tajo a la injusticia.
Esos cinco escritores se fueron nombrando en una trayectoria que recorrió desde el anarquismo y el comunismo hasta el peronismo. Publicaron decenas de libros y cientos de artículos y, sin embargo, hoy solo dos de ellos resultan reconocidos -César Tiempo y Castelnuovo-, los otros tres se volvieron invisibles hasta para los especialistas. Hijos del pueblo tiene una extraña cualidad, la de ser una inigualable referencia sobre esos escritores (todo cuanto pueda decir yo en estas líneas pertenece a la investigación de Korn) al mismo tiempo que es la historia de todos los escritores invisibilizados. El libro los convoca en una trama con tres aspectos decisivos: el lenguaje haciendo justicia, la agremiación de los escritores, y la función que cumplen los medios de comunicación –desde los diarios al cine- en la construcción de una sociedad igualitaria. La rigurosidad de la investigación hace aún más ofensivo el olvido. De no ser por Hijos del pueblo, de José Gabriel apenas si conoceríamos sus reflexiones indispensables sobre el castellano del Río de Plata por la antología que el mismo Guillermo Korn realizó y fue publicada por la Biblioteca Nacional –sintomáticamente- a principios de diciembre de 2015. En lo que atañe a Jorge Newton solo suele encontrarse su apellido en las bibliografías de las investigaciones camperas, pero en referencia a su abuelo inglés que, en 1844, aportó un invento para las pampas argentinas. Un invento que contrastaba con todo lo que Jorge Newton habría de cuestionar, porque consistió en cercar con alambres los potreros del ganado. Los escritores de Hijos del Pueblo eligen quién ser en cada nombre que deciden; es decir: eligen con quién ser. Nombrarse es “desalambrar”. Luis Horacio Velázquez tampoco tenías dudas de eso. De muy joven, en los años 30, fue peón en un frigorífico en Berisso, mientras militaba en el PC con el mismo fervor rebelde con el que después se sumó al peronismo. De aquellos años de proletarización, mucho antes de que sus novelas llegaran al cine y trabajara en la agremiación de escritores, publicó en 1935 (con el seudónimo de Héctor Balcarce) Carne de frigorífico, una crónica de la vida de esos trabajadores que hoy formaría parte del llamado Nuevo Periodismo. Korn ofrece evidencias de que Carne de frigorífico encontró en Lisandro de la Torre a su lector más visible. El senador utilizó varios pasajes del texto para sus argumentos en el debate sobre las carnes.
Las cosas son Caballos de Troya cargados de palabras. Y esas palabras pueden afirmarse unas a otras, aunque también se interpelan o se ponen en duda, cuando no se deciden por la bifurcación en el instante en que se encuentran. Lo que debatimos es el valor de esas direcciones y así afirmamos el sentido que deben tener las cosas. Intelectuales, pueblo, escritores; intelectuales proletarios, comunistas, peronistas; intelectuales socialistas, socialistas nacionales, liberales, gorilas. Vivimos atravesados de palabras y cercados por sus relatos. Hacia 1919, en los días de la Semana Trágica, los medios gráficos eran una máquina privilegiada en la construcción de los relatos sociales. José Gabriel, que llevaba tres años trabajando en La Prensa, describió a ese diario como “un estado dentro del estado”. Y no dudó en liderar la primera huelga general. La respuesta de la empresa que replicaba al Estado –pero con otro alambrado- fue despedir a los delegados, lo que para José Gabriel implicó, además, la prohibición de que su nombre volviera a imprimirse en esas páginas. Teniendo en cuenta aquellos sucesos, a nadie asombró que, ante la expropiación de La Prensa en 1951, se oyera su nombre como uno de los candidatos a dirigirlo. No eran palabras vacías –si es que puede existir alguna-, sino palabras pariendo una decisión política.
Después del trabajo en el diario en el que solo era posible nombrarse excluyéndose, José Gabriel ingresó a Crítica y fue su corresponsal en la Guerra Civil Española. Para José Gabriel, el valor fundamental de escribir en un diario estaba en el saber “auscultar la opinión”. Se trataba de un saber que se lograba en movimiento, yendo de un lado a otro en las calles, por eso reconocía una diferencia con el saber del pensador en su gabinete. Uno era “un especialista solitario”, el otro en su andar se convertía en “un sismógrafo”.
Ninguna duda tenía José Gabriel de que los temblores de la tierra comenzaban en la lengua. Lengua y política estaban entrelazadas. Por eso a causa del decreto nacional de 1943 que imponía una “lengua española pura” y fantasmal que expulsaba el “voseo” como si se quitara de encima al mismísimo diablo del cuerpo, José Gabriel tuvo que padecer una temporada en Devoto; después dejó Buenos Aires hacia Uruguay, escondido en una lancha que usaban unos contrabandistas. Esa purificación fantasmal fue la que a Nini Marshall le prohibió varios de sus personajes y que, como recuerda Korn, la comediante contestó con hipérboles: hizo que la muy popular gallega Catita hablara remedando las inflexiones de la poesía española del siglo XV. José Gabriel enfrentó con escritos provocativos la rigidez lingüística, y aun antes del decreto del 43. En 1940, en el Primer Congreso Americano de la Lengua, había dicho que “Los idiomas no los hacen las academias; el idioma español lo hizo el glorioso atorrante de Cervantes”. Los académicos valoraban la mención de Cervantes, pero les resultó inadmisible toda esa masa social que se expandía con el “atorrante”. No había distancias entre lo que sostenía la Real Academia desde España y lo que imponían conservadores y fascistas en Argentina. Para José Gabriel, en cambio, sólo había lugar para hacer hablar a las diferencias; decía, por ejemplo, que el rioplatense rebelde y transpirado se mostraba más vivo y ancestral que el castellano de la península ibérica. Se permitía corregir a Unamuno cuando decía que el pueblo era “el verdadero maestro de la lengua”. Le molestaba “el sentido de normalización”, por eso le mejoraba la cita: “El pueblo es el verdadero creador de la lengua”.
César Tiempo, director del suplemento de cultura de La Prensa a partir de 1951, destacaba otros aspectos de la lengua: la concebía como el registro de lo vivido por una comunidad, como una consciencia colectiva. Desentumecer la lengua era, entonces, la posibilidad de apostar por construir lo que vendrá. En uno de sus micros de radio, decía: “Tengo un amigo que suele reprocharme el uso de palabras difíciles. ¿Cuáles son las palabras difíciles? Las no trilladas, las que nadie emplea, (…) tenemos al océano a nuestro alcance y [sin embargo] preferimos las sardinas en lata (…). Nuestras palabras son nuestras hijas. Hijas nacidas de padres pobres, flacas y tristes, para quienes soñamos toda la dicha del mundo”. Soñar “toda la dicha” era construir un futuro de justicia, y el futuro comenzaba con los nombres de las cosas. Esa es una convicción compartida por estos escritores, aun cuando a menudo pudieran reconocer diferencias verticales en sus posiciones puntuales sobre la lengua. Por ejemplo, el amigo que le reprochaba a César Tiempo su posición ante las palabras no era un personaje ficticio sino -como una vez más sabemos por Guillermo Korn-, Elías Castelnuovo, que le había reprochado en una carta, de 1942, esa suerte de potlach lingüístico.
La diferencia era significativa, y acaso por eso –y no “a pesar de”- compartían el suplemento de La Prensa, que había pasado –como decía el autor Larvas- de ser “el órgano de la oligarquía a ser el órgano del proletariado”. Castelnuovo escribía en La Prensa consejos para los nuevos escritores, convencido de que compartía las herramientas para armar futuros. No habría que olvidar que, cuando abandonó su casa antes de los quince años, llevaba dos cosas para abrirse paso en el mundo: un cuchillo y una gramática.
Es curioso -cuanto menos, curioso- que a estos escritores agrupados en Boedo se los suela cercar –o alambrar- dentro de una visión de la literatura ajena a la experimentación y las vanguardias. Brecht tenía frente a su mesa de trabajo un burrito de madera al que le había colgado un cartel que decía “Hasta yo tengo que entenderlo”. Creo que los escritores de Hijos del pueblo podrían tener ese mismo cartel, como otro nombre en medio de todo lo que tenían por delante.
Pero no querría finalizar sin decir cuál era la segunda imagen que se imponía en mi lectura, y que no ha dejado de acompañarme hasta acá. Es otra imagen conocida: Gramsci escribiendo en sus cuadernos acerca de los folletines a los que consideraba una cantera de valores populares. En medio de esos comentarios, de golpe, lo descoloca una idea que se abre lugar, y afirma que Nietzsche concibió el concepto de superhombre mientras leía las hazañas de los héroes de los folletines. Es decir, el concepto nietzscheano que da cuenta de lo exclusivo surge, según Gramsci, de la naturaleza expansiva e integradora de lo popular. Un concepto que invita a una nueva interpretación del pasado y que entiende a la cultura como el espacio donde se definen posiciones y sentidos. Es lo que hace Guillermo Korn en Hijos del Pueblo, demostrar que la historia termina solo cuando dejamos de nombrar.
En 1951, pocos meses después de la expropiación de La Prensa, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) decidió cambiar los principios de la convocatoria a la asamblea que realizaba en Montevideo, sabiendo que iba a tratarse el caso del diario argentino: ya no sería un delegado y un voto por país, sino que la cantidad de delegados –y votos- dependía del número de publicaciones que tenía cada país; lo que hacía que los votos estadounidenses fueran mayoría. Ahí ya estaba el anuncio del mercado metido en el estado, y “los hijos del pueblo” empezaban a nombrarlo.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, diciembre 2017
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