La denominación “música clásica” se acuñó durante el siglo XIX para referirse a un canon que reúne obras de autores tan diferentes como Telemann, Bach, Wagner o Debussy. Toda una intelligentsia musical europea conformada por músicos, críticos, intelectuales, académicos, periodistas y editores estableció una jerarquía de obras que, se afirmaba, ofrecía al público una experiencia musical de elevado gusto que abría las puertas hacia el conocimiento de lo verdadero y lo sublime. Las discusiones y divisiones que se producían en el seno de esta intelligentsia eran permanentes, pero nadie dudaba que cuando se hablaba de Beethoven, Mozart o Chopin se hablaba de arte. Fuertemente influenciada por el idealismo, esta idea se mantuvo durante el siglo XX. En su ensayo Interpretación - una pregunta sobre el destino musical, el director Wilhelm Furtwängler consideraba que una sinfonía es “una obra de arte concebida como un acontecimiento único y auténtico por medio de los sonidos libremente emitidos en la sala, que son simultáneamente la imagen de un suceso espiritual (…) que tiene su propia lógica, basada en leyes físicas, tan natural e inexorable como cualquier otra lógica”. La forma de interpretarlas la habían fijado los propios compositores a través de un estilo: las obras de Mozart se interpretaban según el estilo de Mozart, las de Beethoven según el de Beethoven, y así sucesivamente. Estos estilos compartidos por la comunidad musical constituyeron lo que Furtwängler llamó el “instinto musical”. El compositor legaba su obra y un estilo de interpretación para que el intérprete le diera vida en un concierto.
El siglo XX trajo nuevas formas de entender la interpretación musical. ¿Había que seguir respetando con fidelidad y rigidez las indicaciones del compositor o el intérprete podía dejarse guiar por sus ideas y emociones? Se asomaban tiempos de autonomía para los intérpretes. Buscando quizás una nueva guía, algunos recurrieron a la historia: se trataba de ir en busca de los sonidos originales, interpretar las obras de manera similar a la época en la que habían sido compuestas. John Eliot Gardiner, pionero de esta corriente, expresaba en los años sesenta su frustración por no poder escuchar al Bach del siglo XVIII. En los conciertos que escuchaba en su Inglaterra natal lo interpretaban con un enfoque “santo, santo” muy anglicano, o con el tono “terriblemente inglés” de su admirado Britten. Gardiner constataba que en el continente las cosas no eran muy diferentes: Karl Richter, un reputado especialista alemán de Bach, lo presentaba densamente luterano, sombrío y lúgubre. “¿Dónde estaban - se preguntaba - la dicha y el brío festivo de esta música impregnada de danza?”. Gardiner y un grupo de intérpretes se propusieron “recuperar” el sonido de Bach estudiando su obra y su contexto histórico. En medio del entusiasmo por los primeros avances surgió un grave problema: era prácticamente imposible acercarse al sonido original del siglo XVIII con instrumentos construidos entre los siglos XIX y XX, más asociados a formas de expresión romántica. Las cuerdas metálicas eran demasiado potentes para una música necesitada de cierta contención sonora. Había que recurrir a instrumentos de la época disponibles, o a réplicas si no los hubiere. Pocos músicos dominaban esos instrumentos y las cuerdas de tripa elaboradas a la manera del siglo XVIII solían chirriar espantosamente. Además, los vientos sonaban de manera atronadora y tapaban a las cuerdas. Todos estos problemas se fueron solucionando con tiempo y paciencia, consolidando así la nueva corriente de interpretación. Giorgio Tabacco, uno de sus más destacados exponentes, sostenía en una entrevista reciente que para interpretar música barroca “se debe conocer cómo se ejecutaba en los siglos XVII y XVIII y así poder reconstruirla para proponerla al público de la manera más exacta”.
En 1970 un grupo de profesores y estudiantes de la Portsmouth School of Arts fundó una orquesta. Los guiaba una idea muy particular: los músicos tenían que saber poco o nada de los instrumentos que tocaban. “Salí por la mañana - contó años más tarde uno de ellos - compré un saxofón e intenté tocarlo en el primer ensayo de esa tarde”. La asistencia a los ensayos era obligatoria y había que aprender a tocar hasta donde se pudiera, de manera completamente desinhibida. A los músicos profesionales que se incorporaban (Brian Eno fue uno de ellos) se les exigía que tocaran un instrumento que no dominaran para nada. John Farley, uno de sus directores, no sabía música, pero en escena lucía como un experto. Otro de los directores, Gavin Bryars, sabía en cambio mucho. Discípulo de John Cage, Bryars participaba en buena medida movido por su interés en la experimentación musical. La orquesta se hizo conocida, y llegó a tocar en el Royal Festival Hall de Londres y en el Royal Albert Hall. También grabaron algunos discos. Con el tiempo a su repertorio clásico le agregaron canciones populares y temas de rock´n roll. Hay quien afirma que las interpretaciones de la Portsmouth Sinfonia abrieron el camino para el desarrollo del movimiento punk.
La autonomía del intérprete del siglo XX abrió en el conservador mundo de la música clásica nuevas maneras de interpretarla. Perspectivas como las de Furtwangler o Gardiner son hoy aceptadas por la comunidad musical, más allá de las discusiones que se puedan suscitar en torno a ellas. Ninguna orquesta del presente incluye interpretaciones como las de la Portsmouth Sinfonia, que se disolvió en 1979. Si bien muchos afirmaron que se trataba un experimento divertido, sus músicos no lo creían así: como dijo uno de ellos, “estábamos interpretando estas piezas clásicas de una manera diferente”. Roland Barthes escribió alguna vez que quienes no releen se condenan a leer la misma historia en todas partes. No se sabe si Leonard Bernstein leyó a Barthes, pero de alguna manera tomó en cuenta este consejo: luego de escuchar la obertura de Guillermo Tell de la Portsmouth modificó ciertos pasajes de su propia interpretación de la obra de Rossini. Quizás se pueda oír aquí una voz llegada desde las orillas de la estética del objet trouvé: más que pensar en la partitura como objeto se trataría de escuchar qué es lo que el intérprete hace con ella.
Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, diciembre 2017
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