Entrevista a Aníbal Jarkowski por Miguel Vitagliano y estudiantes en una clase abierta de la cátedra de Teoría Literaria III en la Facultad de Filosofía y Letras a mediados de noviembre de 2017, editada por Ernestina Gatti.
Recuerdos familiares que anticipan la novela El Trabajo (2007)
AJ: Recuerdo un episodio de mi padre vinculado directamente con la situación del trabajo en un fábrica. Trabajaba hacía muy poco en una fábrica de chocolates, como matricero. Un día el dueño reúne a los obreros en el comedor de la fábrica y les dice que todo se ha complicado y tiene pedirles un sacrificio, un ajuste en el salario. Mi viejo escucha y hace algo medio descabellado, una falta de principio de realidad, siendo un tipo nuevo. Pide la palabra y dice: “Cuando las cosas van bien, a nosotros no nos benefician. Cuando las cosas van mal, somos los primeros en ajustar.” Cuando termina la reunión, lo llaman y lo despiden.
Creo que algo del orden de la bronca vinculado con las condiciones en que se estaba viviendo son el origen de la novela. El menemismo pegó mal en mi familia; trajo muchos trastornos económicos, emocionales, familiares. Tuve que buscar bastante para dar forma a ese sentimiento de odio y resentimiento. Fueron períodos turbulentos de no poder darle la vuelta hasta que apareció el estímulo y decantó en la novela en sí. Me alimentaba todo el tiempo de pésimas noticias, estudios, estadísticas, gráficos, y todo era catastrófico. Después lo empecé a vivir en Villa Crespo, donde había mudado, cerraban los negocios. En esa época se hacían largas colas de entrevistas laborales para un solo puesto. Yo buscaba en el diario quién llamaba para ese aviso y siempre buscaban recepcionista, telefonistas o secretarias, y ahí había treinta personas en pleno invierno presentádose, como dije, para un solo cargo. Caminar por el barrio era encontrarme con esas situaciones. Luego, con los viajes en subte desde Villa Crespo a microcentro, apareció la cuestión de la vestimenta, los uniformes para ir a trabajar.
MV: Comenzaste con el proyecto de la novela entre el 92 y el 97, aproximadamente. ¿Cuáles eran tus lecturas por esa época?
AJ: Creo que estaba muy apegado a las clases de la Facultad (Jarkowski enseña Literatura Argentina II en la Facultad de Filosofía y Letras, UBA), y en ese momento leía mucho Borges. Supongo que en esa época también leía a Saer. Y Conrad; sí, era muy caótico. Leía mucho para preparar mis clases. Después, cuando ya tuve definido el rumbo de la novela, comencé a leer literatura proletaria. Otra lectura significativa fue Lugones, Crepúsculo del jardín, hiper decadente, y otro material, recuerdo, muy perverso: las cartas de Lugones a su amante, Emilia Cadelago, que era mucho más joven. El hijo de Lugones se presenta con los padres de esa chica y dice que va a encerrar a su padre por insanía si mantiene la relación con Lugones; ella, entonces, decide supespender la relación y quedan las cartas de Lugones durante mucho tiempo, que se las deja a una amiga como albacea para que las publique luego de su muerte. Y así terminan por publicarse. Son cartas totalmente perversas, Lugones le pide que le mande ropa interior, algo bien fetichista. Me interesaba vincularlo con su poesía que siempre consideré hiper estetizante.
MV: Por un lado es la problemática social y tu viejo sin trabajo, y por otro el efecto de una literatura decadentista, artificial, de maniquíes y lencerías. Un enorme contraste con ambiente de década del 90.
AJ: Pero eso aparece siguiéndote a vos. En su momento habrá sido un magma de lecturas.
Literatura y protesta. El derecho a elegir. Y la elección de decir NO
MV: En El trabajo hay una presencia muy marcada sobre la función social del arte. ¿Hasta qué punto es una idea que podrías compartir, no necesariamente como autor sino como crítico? ¿Podría el arte incidir de algún modo en la sociedad? El personaje de Diana y el narrador están convencidos de que la actuación puede producir un efecto social.
AJ: Trato de que lo que escriba tenga algún valor social, en la crítica lo mismo. Tengo la fantasía de una cierta intervención, no sé si transformación, pero sí como modo de protesta. Estoy de acuerdo en la literatura como protesta. En cuanto a las transformaciones, ya soy más escéptico. Suscribo al hecho de decir “no”, “esto me fastidia”, “estoy en contra”. Y subscribo a lo que dicen ellos, el narrador y Diana. Ellos no tienen un gran aparato teórico, pero tienen la idea de denunciar. La misma convicción está en mis novelas anteriores. En Tres es un escritor fascista en contra de la iglesia católica. Yo quería hablar de eso. En los tiempos en que escribí Rojo amor se había puesto de moda la revolución francesa, y yo elegí la comunista. Mis tres libros tienen el deseo de protestar por lo menos; se niegan a ser un libro más. Escribo con la idea de fastidiar de algún modo. Eso me mueve: con destinatarios más o menos claros, pero fastidiar. Me gusta escribir para eso, después que salga bien el libro es otro tema, pero ese es el motor. Después viene el freno estético, con qué hipótesis se descarga la bronca: no es un panfleto, es una novela que tiene que salir bien. Una dimensión social de carencias, vida proletaria, desocupación, y al mismo tiempo un libro lujoso, exótico, de palabras muy rebuscadas. Tengo una especie de idea de que yo compensé carencias materiales con lujo simbólico: escribir demasiado bien para mi origen, sobreactuar. ¿Por qué usás palabras tan lindas y situaciones tan exóticas? A la Lugones, sí. ¿Por qué tan rebuscado esto? Tapar carencias materiales compensándolas con propiedad simbólica. ¿Vieron cuando Barthes dice “¿Cómo se forma una lengua? Se roba”? Es eso, no hay otra manera. Yo salí a robar a escritores que tenían una lengua de cierta calidad. Esta lista que estamos armando al tuntún, son escritores que son dueños, presumen de serlo, muy sólidos en el lenguaje. Yo pensaba en escribir aspirando a esos niveles altos lexicales. Ahí hay una cosa medio exótica que compensa la denuncia, el fastidio.
Los juicios a escritores.
A.J.: Me interesan los casos de juicios a escritores: los de Flaubert y Baudelarie, pero son extraordinarios aquellos como los de Oscar Wilde. De la literatura argentina me interesaban los casos de Germán García y Carlos Correas. Correas fue condenado por obsceno (ver: Escritores del Mundo). No me proponía dar una imagen ética: son personas que padecen consecuencias muy graves por las decisiones que toman. Lo que me interesaba es ver cómo se sigue escribiendo después de una condena por obscenidad. Oscar Wilde va a la cárcel, no vuelve a ser lo que era. Germán García no vuelve a escribir por mucho tiempo. En Baudelaire también es complicado, el secuestro de la edición... Me gusta esa tensión: la literatura no se lleva bien con la ley. Hay un interés temático y además, en que la literatura tenga el lugar de correr riesgos. Hoy no hay censura, digamos, expresa; existe pero solapada. Ahora los casos son más berretas: Kodama contra Pablo Katchadjian por El Aleph Engordado (ver: Escritores del Mundo). No hay un problema moral, de escritores que van contra las buenas costumbres. En ese sentido me interesó la figura del escritor que es el narrador de El Trabajo. Un escritor “de cuarta”, condenado, que empieza a trabajar de lo que puede… Me interesa la amenaza por reincidencia en las denuncias por obscenidad. Me gusta que la literatura provoque, traccione, fastidie. Me acuerdo que una señora dijo que no había leído cosas más asquerosas que mi novela, pidió que le devolvieran la plata. No estaba nada mal, estaba en todo su derecho de decir “esa novela no es para mí, prefiero cambiarla por otra”. Mucho peor es publicar cualquier cosa, que todo sea lo mismo. Yo construí un momento medio anacrónico ahí.
Literatura y ley. ¿Hay una ley de la literatura?
MV: La relación ley/literatura no puede sino ser difícil. Derrida decía que la literatura tiene una relación contradictoria con la institución; es decir, con la institución misma que la define como literatura. Necesariamente debe ponerla en cuestión cuando dice acatarla. De otro modo, no podríamos considerar literatura a aquello que no hace más que repetir lo que llamamos literatura. Podríamos decir que la literatura está obligada a no cumplir lo que, a su vez, asegura que está cumpliendo.
AJ: Claro que sí. También podríamos pensar en Bataille, en el goce de la conciencia de la transgresión, no en la transgresión en sí. Uno escribe con la sensación de que lo que escribe puede ser peligroso. Por distintas razones, aunque más no sea porque la gente puede ofenderse por ciertos temas o escenas irritantes. La conciencia de estar trasgrediendo prohibiciones, al menos para mí, funciona como estímulo. Es lo que buscaba con esos relatos incómodos que se imponen en el El trabajo. Estar caminando por el borde, tenía que tener un valor literario esa antología que lee la chica, aunque resultan historias vulgares. Me gustaría volver a una literatura más escandalosa. Entiendo que la institución encontró la manera de neutralizar ese efecto escandaloso. Tampoco me gusta el escándalo en sí, tengo una dimensión lógica, política y social de un escándalo no meramente literario, sino que se derrame hacia afuera y que después veamos qué sucede. Eso, digamos, me cae muy simpático. Es raro que me dedique mucho tiempo a escribir algo si no tengo la sensación de que algo está mal en lo que digo. Yo no escribo cuentos porque no me sale, no se me ocurren, pero también porque hay algo del orden de que eso medio perturbador, obsceno, se mantenga a lo largo del tiempo y te acompañe mientras escribís, la sensación tiene que estar años con uno. Esa sensación de peligro, condena, en la novela te acompaña en ese sentido. Si a mí se me fuera la sensación de estar incomodando, se me terminan las ganas de escribir.
MV: ¿Es como si la novela supiera algo que vos no sabés o que produce un efecto por el cual ese saber se impone?
AJ: Quién sabe. Lo que sé es que empecé a entender más la novela cuando los lectores planteaban lecturas, relacionando textos, niveles simbólicos; recién ahí me di cuenta de que había saberes que no había dominado. Y había otros que sí, la elección de “Sin pan y sin trabajo” es una premeditación, pero no los efectos que tenía. El tema de la violación final para mi fue moral y para otros, un saber. La novela debía terminar como tenía que terminar, más allá de la tristeza. Había un abuso gravísimo y lo que me impuse era que no se podía representar, porque como varón no tenía ni idea de lo que era esa experiencia y no tenía sentido ponerme a leer tratados sobre esa experiencia, algo en lo que era pudoroso y respetuoso. “Si no sabés, no lo escribas”. Eso fue mi moral. “No hagas eso porque no sabes nada de lo que hablás”. ¿Qué estaría buscando representando una violación? ¿Emoción? ¿Compasión? Me decía: “No lo tenés claro, no lo hagas. Nadie te obliga a escribir esa escena”. No sé si leyeron que Lucrecia Martel había filmado en Zama una escena de una violación en Zama pero que, durante la compaginación, decidió no incluirla. Me interesó mucho lo que dijo con respecto a esa decisión. Le pareció que era contraproducente esa representación en el cine, considerando la lucha que están llevando adelante las mujeres en este tiempo. Me sentí satisfecho cuando la oí decir: “No se debe hacer”.
Libros y vida literaria
AJ: A mí me incomoda mucho la vida literaria, me molesta, no tengo buena onda con el ambiente literario, con eso que se llama “carrera de escritor”. En su momento no nos publicaba nadie y armamos una cooperativa (se refiere a la editorial Tantalia, ver ). Después fue más fácil, porque pudimos publicar en otros lados y hubo menos trabajo. Escribo todo el tiempo, pero no para publicar. Eso ya veré, es muy aleatorio. Estoy mucho más preocupado por escribir bien que por publicar. Porque no te digo que tengo una carrera, pero tengo una edad y tengo que hacer algo bien. Hay muchos libros, todo el tiempo hay libros. Esa idea de “no hay que corregir mucho”... Yo corrijo todo lo que me parece, y si no se publica, no se publica. Publiqué tres novelas (Rojo amor, Tres y El trabajo), ¿no es mucho? Si hay otro libro tiene que ser algo por lo que yo pueda dar la cara. No me arrepiento de nada de lo que publiqué como crítico ni nada. No importa nada publicar. Escribir es lo que importa, y mucho. El otro día armé un revuelo porque dije que para mi la literatura es sagrada. Me siento colega de Faulkner, me gusta pensar que los dos somos escritores, me gusta ser parte de esa familia. No me importa las publicaciones ni la circulación, lo que me importa es escribir. Escribo cada vez más, y publico cada vez menos. Se publican cada vez más libros y se escribe menos. Deberíamos pensar en eso.
Ernestina Gatti,
Buenos Aires, EdM, enero 2018
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