APUNTES

Nostalgia del estructuralismo: sobre una exclusión del lenguaje inclusivo, por Andrés Saab


Tapa histórica de la revista Barcelona
del 18 de noviembre de 2028
Desde hace algún tiempo se ha convenido en hablar del fin de las ideologías; esto se resume en la tesis: las infraestructuras no se tocan. Hacerlo es inútil, y si acaso no fuera inútil, sería peligroso. En cambio, se deben tocar las superestructuras y tocarlas tanto más resueltamente cuanto más definitivamente se haya renunciado a tocar las infraestructuras. Cambiar los nombres y los verbos es, por lo tanto, una cuestión sociopolítica esencial. Demasiado seria para ser confiada a los que saben, o simplemente a los que aman la lengua, debe ser asumida por la sociedad entera.
Jean-Claude Milner, El periplo estructural


Lo sígnico y lo simbólico

El Curso de Lingüística General (CLG, de aquí en más) puede considerarse como uno de los acontecimientos más relevantes de las ciencias humanas del siglo XX. Los ecos de su influencia, aunque quizás ya un poco lejanos para algunos, se dejan todavía sentir no solo en los ámbitos académicos, donde el eco estructural muchas veces se presenta como inefable, con una intención más peyorativa que indescifrable, sino también en el sentir de nuestras actividades cotidianas y, en especial, las más profundamente políticas. En este ámbito también el pensamiento estructural incomoda, lo que produce en muchos de los casos el desprecio estigmatizante típico de cierta suerte de esnobismo. Estas palabras van dedicadas a ese esnobismo con el propósito de poner en evidencia lo que toda nostalgia nombra: una ausencia. Aquí, la nostalgia es la de un debate acerca de la posibilidad de construir un marco verdaderamente explicativo de ciertos hechos humanos: los semiológicos.

No deja de sorprender que una obra de lingüista(s) dirigida a lingüistas, críptica en su núcleo, haya sido considerada como el modelo sobre el que toda ciencia humana debiera construirse. La curiosidad obliga a la pregunta: ¿qué afirmación o afirmaciones del CLG pudieron motivar un giro tan importante? Para comprender la dimensión de esta pregunta es bueno recordar el deslumbramiento de Roland Barthes:

El primer momento fue de deslumbramiento. El lenguaje, o para ser más preciso el discurso, ha sido el objeto constante de mi trabajo, ya desde mi primer libro, es decir, desde el grado cero de la escritura. En 1956 yo había reunido una especie de material mítico de la sociedad de consumo, que entregué a la revista Nadeau, Les Lettres Nouvelles, bajo el nombre de Mitologías; fue entonces cuando leí por primera vez a Saussure, y tras haberlo leído quedé deslumbrado por esta esperanza: suministrar por fin a la denuncia de los mitos pequeños burgueses, que nunca hacía sino, por así decirlo, proclamarse sobre la marcha, el medio para desarrollarse científicamente. Este medio era la semiología o análisis concreto de los procesos de sentido mediante los cuales la burguesía convierte su cultura histórica de clase en cultura universal: la semiología se me apareció entonces, por su porvenir, su programa y sus tareas, como el método fundamental de la crítica ideológica. Expresé ese deslumbramiento y esa esperanza en el postfacio de Mitologías, texto que quizás haya envejecido científicamente, pero que es un texto eufórico, porque infundía seguridad al compromiso intelectual, proporcionándole un instrumento de análisis y responsabilizaba el estudio del sentido asignándole un alcance político.
[Roland Barthes [1985], La Aventura Semiológica, 10-11]

Este fragmento de autobiografía intelectual desconcierta cuando se coteja página por página el CLG con el fin de encontrar alguna pista para tanta euforia. Es válido concluir que la euforia no pertenece al CLG. Como sea, la cita en cuestión nos devuelve la pregunta original acerca de qué afirmaciones en el CLG abrieron el debate estructural en ciencias humanas. En principio, parece inducirnos a la búsqueda de novedades de relevancia. La noción de diferencia lidera la novedad, en la medida en que hace ver un orden de hechos sistemáticos no cuantificables en términos positivos. Así, la tesis de que ser positivamente distinto es irrelevante a los fines de la diferencia lingüística es el corazón del pensamiento estructural. Sin embargo, no todo es novedad: no menos cierto es que varias afirmaciones viejas se presentan en una nueva disposición retórica. El propio Saussure es consciente de esto en varias oportunidades. Consideremos, por ejemplo, la cuestión de la arbitrariedad del signo lingüístico. Se nos dice que la relación entre las dos partes constitutivas del signo, el significado y el significante, no guardan entre sí ningún vínculo lógico o natural. Esto es evidente en la mayoría de los casos: ¿quién podría pensar que la cadena significante /bebé/ se constituye por algún lazo particular con su contraparte sígnica, el concepto? Saussure es claro al respecto:

El principio de lo arbitrario del signo no está contradicho por nadie; pero suele ser más fácil descubrir una verdad que otorgarle el puesto que le toca.
[Saussure, [1916], CLG: 139]

Esta nueva disposición de una verdad evidente tuvo consecuencias de largo alcance en el pensamiento estructural que siguió al CLG: la arbitrariedad lingüística, puesta en la dimensión que le corresponde, puede considerarse como un parámetro de organización de ciertos aspectos de lo humano. Pues si bien el signo es convención, su naturaleza arbitraria lo aleja de otras convenciones humanas bien establecidas, las instituciones sociales de carácter normativo-racional. Diremos de aquí en más que el parámetro de la arbitrariedad distingue el orden de lo simbólico del orden de lo sígnico. Usamos sígnico y simbólico en sentido saussureano estricto, un sentido prelacaniano, sin dudas. Así, por el orden de lo sígnico entendemos un orden de hábitos o conductas que queda fuera del alcance del debate público. El orden simbólico es el opuesto perfecto: su instauración social es reconocible, tiene la forma de las instituciones sociales. Las conductas que se siguen de esta dimensión social están sujetas al debate. Son superestructurales, para decirlo de otro modo. En torno a estos dos dominios, se puede construir una taxonomía de las prácticas humanas que no es poco reveladora. El orden de lo sígnico escapa a la comprensión, argumenta Saussure, razón por la que se requiere un nuevo marco explicativo que dé cuenta de esta dimensión de lo humano. Ese nuevo marco recibirá luego el nombre de estructuralismo.

Hay entonces al menos una taxonomía de lo humano y un programa de investigación esbozado para explicar parte de esa taxonomía. En cuanto a esta, se resuelve como una dualidad entre el orden de lo sígnico y el orden de lo simbólico. La taxonomía abre una perspectiva nueva, la semiológica o sígnica, que no se reduce al conjunto de hábitos lingüísticos. Hay toda una trama de lo humano que puede ser concebida en esta dimensión. La antropología, el psicoanálisis, la teoría de la ideología han tenido mucho que decir al respecto. Aquel fragmento de autobiografía intelectual de Barthes cobra otro sentido cuando se entiende lo que el CLG tiene de programático: brindar las herramientas teóricas para la comprensión de la conducta sígnica.

El signo ausente

Lo que se conoce vagamente como el debate acerca del lenguaje inclusivo disuelve la tensión entre signo y símbolo en favor del orden simbólico. La consecuencia directa de este movimiento es la negación de la taxonomía saussureana ya comentada. Lo que desaparece del debate es la dimensión sígnica y con ella el proyecto estructural en su sentido más amplio, el barthesiano. Esto tampoco es novedad. El propio Barthes supo renunciar a su proyecto cuando se vio forzado a reconocer que los mitos o, en los términos de Elementos de Semiología, los sistemas de connotación no son objetos inmanentes, sino que están conectados a la vida histórica y social:

Estos significados [se refiere a los significados de connotación] están en estrecha comunicación con la cultura, el saber, la historia; mediante ellos, si es lícito expresarse así, el mundo penetra el sistema; la ideología sería en suma, la forma (en el sentido de Hjelmslev) de los significados de connotación, en tanto que la retórica sería la forma de los connotadores.
[Barthes [1985], 77, subrayado nuestro]

No es lícito expresarse así. Está claro. La aceptación de que los sistemas semiológicos pueden venir “contaminados” desde afuera supone la renuncia de la inmanencia estructural, que queda plasmada definitivamente en S/Z:

¿Qué es, pues, una connotación? Definicionalmente, es una determinación, una relación, una anáfora, un rasgo que tiene el poder de referirse a menciones anteriores, ulteriores o exteriores, que puede ser designada de diversas maneras, siempre que no se confunda con asociación de idea: está remite al sistema de un sujeto mientras que aquélla es una correlación inmanente al texto, a los textos o, si se prefiere, es una operación operada por el texto-sujeto en el interior de su propio sistema. Tópicamente, las connotaciones son sentidos que no están en el diccionario ni en la gramática de la lengua en la que está escrito un texto […]
[Barthes [1970], 17-18, subrayados nuestros]

La renuncia de Barthes es el corolario de un intento y su fracaso. El intento fue el de construir una teoría del sentido en términos estrictamente semiológicos. La imposibilidad de pasar del significado al sentido (es decir, a la connotación) en términos algorítmicos llevó al abandono del proyecto estructural en sentido amplio y a una suerte de “restauración” hermenéutica. Tal restauración devino también en un tipo de dispersión epistemológica que todavía no ha concluido.

Este fracaso y esta dispersión crearon el ambiente ideal para la estigmatización y el esnobismo mencionados al comienzo. Concepciones más bien vagas de la relación entre el lenguaje y la acción política flotan fuera del debate teórico y se instauran como mero sentido común. Así, algunos defensores del lenguaje inclusivo se comprometen, a veces más explícitamente que otras, con una serie de ingredientes relacionados en diferentes dimensiones. Sigue una lista breve de estos ingredientes, comenzando con la obvia renuncia al orden de lo sígnico:

(A) Dimensión semiológica: Disolución del orden de lo sígnico (i.e., negación semiológica). Las lenguas humanas pertenecen al orden de las instituciones normativas. Su orden es jurídico y superestructural.
(B) Dimensión política: Acción política de movimiento descendente (top-down) en contra de algunas tradiciones marxistas de movimiento ascendente (bottom-up). O sea, la renuncia a “tocar las infrastructuras”. Esto supone, como ya lo señala el propio Milner, confianza en el parlamentarismo político y otras acciones de orden normativo.
(C) Dimensión lingüística: Relativismo lingüístico, a pesar de la evidencia científica en contra. Como se sabe, este movimiento vuelve a instaurar la idea de que, al fin y al cabo, la evolución lingüística es teleológica. El fin en este caso está justificado moralmente, y justamente por eso, la consecuencia es una nueva forma de coerción lingüística. No la coerción ni la moral de la limpieza académica (Fija, lustra y da esplendor, rezaba el eslogan de la Real Academia Española), sino una moral irrenunciable de emancipación.

Ya hemos dicho algo respecto de la dimensión semiológica. Su importancia afecta directamente a las dimensiones política y lingüística. La forma particular en que se asume la ausencia del orden sígnico (que, insistimos, poco tiene que ver con la renuncia barthesiana) no deja rastros del eco estructural, lo que clausura toda posibilidad de un debate político amplio y restaura el mito de la democracia representativa como “el mal menor”. Sabemos bien hoy qué forma está tomando esta dimensión en Sudamérica y otras partes del mundo.

Por lo demás, el ingrediente lingüístico no está menos inserto en la trama del movimiento de lo políticamente correcto, aunque quizás en este caso, la situación esté trazada también por una serie de lo que a nuestro parecer son malos entendidos de un lado y otro (u otros). Hay, entendemos, un debate gramatical espurio, producto de una escolarización que generó representaciones sociales particulares respecto de, por ejemplo, la marcación de género en español (la vocal o es masculina, la vocal a es femenina). Muchos gramáticos argumentan encendidamente contra estas representaciones, pero entendemos que la discusión es fútil, pues se trata precisamente de representaciones; poco importa que haya razones para pensar que la e sea “más masculina” que la o, dada su distribución en las pocas tríadas de “género” en español en las que ambas vocales se oponen (e.g., este, esta, esto). La propuesta de reducir todo a e (e.g., les chiques) o la propuesta de crear nuevas tríadas e-a-o (e.g., chiques, chicas, chicos) son impecables desde el punto de vista formal. En el primer caso, como señala Ángela Di Tullio (comunicación personal), se trataría de hacer del español una lengua con nombres exclusivamente epicenos (i.e., del tipo jirafa, rata, ratón). En el segundo caso, se trata de un sistema tripartito sutilmente regimentado por reglas gramaticales y de uso. Más allá de las dificultades de implementación que supone la coacción lingüística (el CLG está lleno de indicaciones al respecto), tales sistemas son perfectamente concebibles y, de hecho, atestiguados en otras lenguas. Que algunos se incomoden no sorprende. Como sea, el efecto esperable para el movimiento de lo políticamente correcto sería que las nuevas comunidades de hablantes nativos del español incorporen algunos de estos sistemas “ideológicamente superadores” (teleología). Podríamos imaginar diferentes dialectos: nuevas generaciones de algún barrio o región de la Argentina usando un español consistentemente epiceno en cuanto a su sistema de género, y otro barrio o región con un sistema tripartito más complejo. Es legítimo preguntarse qué concepciones relativas del mundo tendrían estas nuevas comunidades o qué tipo de efectos reales tendría sobre el problema esencial de la emancipación. Sabemos que la ideología misógina contamina todas las comunidades del planeta, incluso aquellas que hablan lenguas que poseen sistemas de género como los comentados o sistemas diferentes en los que no hay rastros de una representación misógina. Incluso, como bien nos señala Pablo Zdrojewski, algunos de esos sistemas se realizan parcialmente en distintas variedades del español, en particular, en el sistema de pronombres clíticos. Por ejemplo, el español hablado en el País Vasco usa la forma le(s) para objetos animados sin diferenciación de género y lo(s)/la(s) para objetos inanimados. En algunas zonas del español paraguayo, sin embargo, todos los objetos se reemplazan por le(s) (sistema “epiceno”). Estos hechos no indican demasiado (quizás nada) respecto de otro tipo de representaciones no gramaticales. Pero no importa. El experimento mencionado más arriba es válido igual: se trata de imaginar un mundo cercano en el que diferentes variantes del español efectivamente se imponen como efectos de la coerción lingüística para todo el sistema de género. Una conclusión razonable es que las comunidades de estas nuevas variantes dialectales amen su lengua, sin rastros de la incomodidad que genera hoy en algunos la imposición de reglas gramaticales y de uso. Es improbable, sin embargo, que a menos que la acción política sea ascendente en el sentido comentado más arriba estos nuevos hablantes tengan representaciones distintas por el mero hecho de hablar nuevos dialectos del español.

Andrés Saab, 
Buenos Aires, EdM, octubre de 2018
Referencias:

Barthes, Roland [1957] Mitologías. Buenos Aires: Siglo XXI, 2003.
Barthes, Roland [1970] S/Z. Buenos Aires: Siglo XXI, 2004.
Barthes, Roland [1985] “Elementos de semiología”, en: Barthes, Roland, La aventura semiológica. Barcelona: Paidós, 1997.
Milner, Jean-Claude [2002] El periplo estructural. Figuras y paradigma. Buenos Aires: Amorrortu, 2003.
Saussure de, Ferdinand [1916] Curso de lingüística general. Buenos Aires: Losada, 1994.
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