Viernes, o el quinto día del intento. Antes de las 8 AM.
Ocho menos cinco. Bien, muy bien. Esta vez está a tiempo. La lista de postulantes se abre a las ocho; ella tarda cinco minutos en llegar. La taza se le resbala de las manos y se vuelca el último sorbo de café au lait. No se detiene a limpiar. Pasa por el pasillo como una ráfaga, mirando el espejo de reojo. Cómo no se dio cuenta de que ya había usado esa remera. Cinco equipos sería lo ideal. Uno para cada día, de lunes a viernes. Con esa convicción toma las llaves de la camioneta, la botella de agua mineral y sale de su casa.
Jueves, o el cuarto día del intento.
Se había anotado a las ocho en punto. Ahora, Lisa esperaba en la parte más apartada de la recepción. Tomó la precaución de no comprar el café au lait que tanto le gustaba. Aunque la remera que llevaba esa mañana era negra, con apenas un pespunte rojo delineando el cuello, prefirió no correr el riesgo de volverse a ensuciar. Había decidido, también, no hablar con nadie. O tal vez era al revés. No se detuvo a pensar. Lo único que importaba era el nombre que en unos instantes saldría del pequeño megáfono: ella había llegado temprano y el suyo era el primero en la lista de espera.
-Lisa, ¿está?
Lisa levantó la mano desde el fondo. Jíbaras, las cabezas giraron buscándola. La mirada, de pies a cabeza. Marcas, estilo, pelo, uñas, anillos, actitud, cirugías y hasta del olor querían saber. Monitor, no tenía. Así que Lisa estiró lo más que pudo el largo de la manga para que no fuera fácil confirmar la falta. Caminó segura, con la vista clavada en el piso para no tropezar con ningún pie. Sonreía con toda la extensión que le permitía el ancho de la boca; los implantes y fundas nuevas habían sido una gran inversión.
Ya casi lo había logrado. Entre Lisa y la estación de trabajo que había quedado libre, la número 23, sólo se interponía el encargado:
-¿Y la botella de agua, Lisa?
-No sabía que tenía que traer…
Sólo entonces Lisa vio las botellas de agua de 500 mililitros con pico dosificador. Estaban en todas las manos derechas que eligió mirar para confirmar su nuevo error.
-Voy corriendo hasta el bar…….
-No hay tiempo, Lisa, van a ser y media- sentenció el encargado y gritó el nombre del que seguía.
En una jugada desesperada, Lisa miró de frente a los otros. Ninguno se movió, ni siquiera el último de la lista que no tenía ninguna posibilidad. El agua no se negociaba.
Sin hablar, primero les rogó, después los increpó y al final los mandó a la puta madre que los parió. Pero en silencio, para no echar a perder el próximo intento, ni comprometer sus relaciones futuras.
Resignada, caminó hacia al bar: necesitaba un café au lait, alto, bien alto.
Miércoles, o el tercer día del intento.
-Lisa, ¿está?
La voz, ampliada por el pequeño megáfono, pertenecía al encargado. El guardián de la lista y garante de la transparencia en la selección. Su misión, tener completas y preparadas las treinta y seis estaciones de trabajo para las ocho y media en punto.
-¿Lisa? Impaciente, la voz recorrió la recepción en donde se apretujaban los postulantes.
Lisa empezó a caminar hacia el frente desde el más al fondo de los lugares. Esperaba ahí con un café en la mano, y en la boca una conversación intrascendente sobre el calentamiento global con un cincuentón, calvo pero musculoso, y con un monitor de las mejores marcas, especialmente difícil de conseguir en Buenos Aires. El corazón, le había dicho el cincuentón a Lisa, hay que cuidarlo después de los cincuenta. El monitor contaba las pulsaciones y controlaba en porcentajes el máximo esfuerzo que podía hacer cuando había que escalar o acelerar el ritmo.
¿Lisa se tropezó o alguien puso el pie? Las gotas de color café au lait saltaron como fuegos artificiales, y cayeron sobre su impecable remera, más blanca que la nieve.
El murmullo de los presentes creció hasta marcar el fin de la mañana para Lisa.
-No insistas, por favor. Mirate en el espejo…el puesto que queda libre está en primera fila. No soy mago, Lisa -dijo, seco, el encargado.
Las treinta y seis estaciones de trabajo se asignaban dando prioridad a los que habían asistido el día anterior y se anotaban para el siguiente. Si sobraban puestos, los repartían por orden de llegada. Y como siempre podía haber algún ausente por enfermedad o un viaje fuera de agenda, se habilitaba también una lista de espera. Lisa tardó en armar el rompecabezas: como nadie quería dar ventajas, la información circulaba en pedazos. Ahora que había descifrado el camino, Lisa se sentía más cerca.
Martes, o el segundo día del intento.
Bajó del auto con la gracia de unos movimientos estudiados; los había copiado de los créditos de una serie que miraba los lunes; en la mano izquierda una copa de vino, y en la derecha el celular y la urgencia de encontrar un mensaje que le prometiera una semana distinta. Si la primera impresión contaba, pensó Lisa, tenía que planear su imagen desde el mismísimo momento en que sacara un pie de la camioneta.
Jugando a la distraída, como si no tuviera el apuro desesperado de llegar hasta la lista antes que nadie, empezó a subir las escaleras moviendo sus glúteos con la cadencia del anochecer en plena mañana. ¿Y esa mezcla de perfumes importados que pasa a su lado como un huracán? Lisa reacciona tarde y cuatro culos perfectos se le adelantan trepando los escalones de dos en dos; reconoce su derrota y decide no entrar. Mira desde afuera, apoya la cara en la puerta de vidrio, contiene el aire, resopla y sobre la superficie que forma el vapor escribe: putas.
Lunes, o el primer intento:
A Lisa le habían hablado tanto de ese lugar que decidió probar. Hombres y mujeres, se juntaban todas las mañanas para disputarse una de las treinta y seis estaciones de trabajo. La rutina empezaba a las ocho y media. Lisa puso el despertador a las ocho, se cepilló los dientes y dejó que el cabello le cayera suelto por los hombros. Se lo había lavado el día anterior y seguía brilloso. Ya se lo ataría después, cuando empezara a transpirar. Eligió el equipo que mejor le quedaba; el azul no era llamativo pero le marcaba las formas. Llegó, acalorada y con un mal presentimiento. En tres minutos completó los papeles de inscripción y bajó corriendo las escaleras con la billetera todavía en la mano.
-Listo chicos, se pueden ir. Completas las treinta y seis -gritó el encargado a través del megáfono.
El rostro desencantado de Lisa era uno de los veintitantos que abandonaban la recepción mientras la música estallaba en el salón principal. A sólo dos minutos de las ocho y media en punto, los que habían logrado acceder a la clase tomaban medidas y apuraban el ajuste de manubrios, asientos y pedales buscando hacer del cuerpo y la bicicleta una sola cosa, una unión perfecta para la travesía del día: un camino virtual con subidas y bajadas intermitentes, rectas profundas y zonas de saltos. Y el haz en la manga del profesor: la música perfecta a un volumen ensordecedor.
Lisa había pagado un abono particularmente caro así que, mientras tomaba su café au lait, se puso a pensar qué haría si, cada mañana, al llegar al gimnasio se encontrara con las treinta y seis estaciones de trabajo ocupadas.
-Podés hacer fierros si ves que no llegás –le recomienda, seco, el encargado.
-Llegar llego, pero las bicis no alcanzan, ¿no piensan comprar más?
Lisa no veía la estrategia, clara como el cielo de esa mañana.
-Demanda insatisfecha, Lisa. El dueño la tiene clara: creás la enfermedad y racionás el remedio.
El encargado dio por concluida la charla y se sumergió en una decena de planillas con nombres de socios, descripciones de travesías virtuales, kilómetros recorridos, tiempos alcanzados, y cuotas impagas. Sólo cuando Lisa empieza a irse, levanta la vista de los papeles.
-¿Vos vas a ser de las que me vuelven loco, no?
Viernes, o el quinto día del intento. Después de las 8.30 AM.
Lisa pedaleaba sin reservas. Apenas podía escuchar los gritos del profesor, el más cotizado de zona norte. Desde lejos le llegaban los insultos que le profería a los gordos por ser gordos, a los flacos por ser flacos, a los que no llevaban el monitor, a los que descubría con una remera repetida en la semana. Lisa pedaleaba sin reservas. Empezaba a sentir el roce de la bicicleta. En las rectas, se concentraba en la fuerza de los muslos y cuando subía las barrancas, parada en posición tres, se ocupaba de arquear la espalda y relajar los brazos para que la tensión confluyera en los glúteos. Lisa pedaleaba sin reservas, absorbía los gemidos de los hombres, el olor a transpiración. Dos minutos de zona de saltos, arriba dos pedaleadas y sentada otras dos, el roce, Lisa, el roce en la vagina que empieza a arder. Los quejidos, la respiración agitada porque los monitores de control están llegando a 170. Lisa pedalea sin reservas. Lisa casi mareada por el calor o por el roce de ese asiento con puntas flexibles. La toca, la embiste. Lisa se entrega sin reservas a la trepada, a la escalada, al zigzag, a la magia.
-Más, más, más –grita el profesor, y suda, suda, suda.
-¿Eso es lo único que pueden dar?-vuelve a gritar, y suda, suda, suda.
La clase se acaba; Lisa parece en trance.
El profesor -remera ajustada, calza de ciclista que le aprieta el bulto, músculos perfectos, feo, como el oso- se acerca. Apoya la palma de su mano belluda sobre la mano mojada y todavía crispada de Lisa.
-¿Estás bien, Lisa, vas a volver?
Lisa volverá. Seguirá siendo parte de los más de veinticinco mil seducidos por el spinning, una disciplina que llegó al país en 1998 de la mano de su presentador, Clemente Habiague y que, desde entonces, no para de crecer. Deportistas innatos o simples principiantes pujan cada día por acceder a una bicicleta preparada especialmente para recorrer el indoor cycle con los más prestigiosos ciclistas y entrenadores de los gimnasios top de Barrio Norte, Palermo, Belgrano y Zona norte. Mientras los especialistas discuten si sólo es una moda más o un descubrimiento que devolverá a los cuerpos corazones sanos, sangre ligera y piernas sin celulitis, Lisa volverá a intentar, día a día, llegar a tiempo, quemar sus quinientas calorías en cuarenta minutos y dejarse llevar por la magia de los asientos de puntas flexibles.
Enrica Yemayel (Buenos Aires)
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