l verbo sospechar proviene del latín suspectare o sub-spectare, es decir, mirar debajo, y por eso la suspicacia es la actitud propia de quien busca, como se dice, descubrir una verdad. Los cuentos de Poe o Borges no les exigían otra cosa a sus lectores. Un cuento, explicaba el argentino, debe constar de dos argumentos: “uno, falso, que vagamente se indica, y otro, auténtico, que se mantendrá en secreto hasta el fin.” Borges tenía una predilección por los escritores que, como Swendenborg o Léon Bloy, creían en la existencia de una intriga providencial secreta de la historia de la humanidad. La teología condensaba, a sus ojos, una atinada economía narrativa que la literatura policial había llevado a su apogeo: Dios era el criminal inteligente y meticuloso que previó cada presunto episodio fortuito y cada palabra aparentemente ocasional; la historia, una vasta escena de crimen; el teólogo, el detective encargado de descifrar las pistas para reconstruir la verdadera historia.
Para Borges, sin embargo, este dispositivo teológico sólo conservaba su validez a condición de que se mantuviese en los límites de la ficción. No existía, en su opinión, una trama subterránea de la historia humana. Y en este aspecto se alejaba de Poe, Swedenborg o Bloy para acercarse a Schopenhauer. Buscar una interpretación de los hechos históricos, escribía el alemán, “es como buscar en las nubes grupos de animales y de personas”: una suerte de test proyectivo. Este relato no nos dice como consecuencia mucho acerca de la historia pero sí acerca del historiador. Dime qué figuras observas en los nubarrones de la historia y te diré quién eres, hubiese podido escribir Schopenhauer; dime qué intriga urdes con todo el ruido y el furor y te diré qué narración, o fantasma, traes contigo (novelistas como Juan José Saer o Dennis Lehanne trasladarían incluso la propuesta schopenhaueriana al terreno de la propia ficción).
George Sorel pensaba algo semejante. La historia providencial que la socialdemocracia europea les proponía a los obreros se parecía, según él, a los relatos soteriológicos de la religión. Partiendo de un conjunto de indicios o pistas, estos historiadores habían reconstruido la presunta lógica secreta que regía un conjunto heterogéneo de fenómenos históricos. Pero la supuesta historia esotérica era, desde luego, una ficción retrospectiva. Para Sorel, sin embargo, estas ficciones tenían una eficacia política valiosa ya que movilizaban a las masas como lo habían hecho las narraciones religiosas. De modo que muchos hechos históricos no se explicaban, a su entender, por alguna economía providencial secreta sino por las narraciones políticas que sugestionaban a sus protagonistas.
Walter Benjamin se inspiró en el pensador francés –pero también Carl Schmitt– para escribir el célebre apólogo de sus Tesis de filosofía de la historia unos días antes de su suicidio. Ahí comparaba al “materialismo histórico” con el jugador de ajedrez de Maelzel popularizado por el mismísimo Poe: esta marioneta les ganaba a todos los adversarios porque la controlaba un enano contrahecho, ajedrecista experto, escondido debajo de la mesa de juego: la teología. Los socialdemócratas calificaban a su historia de “materialista”, o “científica”, simplemente porque el plan que su divinidad había elegido para redimir a los humanos pasaba por el creciente desarrollo de las fuerzas productivas. Los socialdemócratas pensaban que habían encontrado ahí la clave para descifrar los nubarrones de la historia. Benjamin percibía en esta deplorable rehabilitación del trabajo la influencia luterana y pretendía arrancar al marxismo de tan dudosa compañía para inscribirlo en el linaje del mesianismo judío.
Muy pocos historiadores se atreven hoy a sospechar la existencia de una trama única y coherente detrás de la multiplicidad de hechos históricos. Pero la política, la teología-política, arrastra consigo esta inexorable suspicacia.
Dardo Scavino
Bordaux, Francia, EdM, junio 2013
Imprimir
1 comentario:
Excelente.
Publicar un comentario en la entrada