“Soy un hombre armado con un bolígrafo”, ha llegado a decir León Trotsky. Tan luego él, el héroe de acción de la Revolución Rusa, el organizador del Ejército Rojo, llegó en un punto a definirse así: como un hombre cuya arma es el bolígrafo. No deja de pensarse como un hombre armado, y la constancia de esa figuración es de por sí significativa; pero eso mismo que alguna vez fue literal, ahora se ha vuelto metafórico: el hombre armado que combatió al mando de tropas revolucionarias, combate ahora escribiendo, combate con bolígrafo y papel.
Las circunstancias explican este cambio: León Trotsky está exiliado en México; en Moscú, mientras tanto, ya fue acusado y juzgado y condenado, pero en ausencia; por iniciativa suya se decide constituir en México una comisión investigadora que indague en esas mismas acusaciones, pero dando esta vez a Trotsky la oportunidad de contestar y defenderse. Se monta un juicio o la evocación de un juicio, en base a las acusaciones formuladas por la implacable pero monológica justicia de Stalin: traición, sabotaje, terrorismo, complot. Trotsky se compromete a entregarse en la Unión Soviética si la comisión imparcial formada en México a efectos de revisar esas causas encuentra motivos para señalar alguna responsabilidad. La diferencia sustancial es que Trotsky esta vez va a poder responder. Trotsky va a poder tomar a su vez la palabra.
El hombre de acción y de palabra ahora tiene a su alcance solamente las palabras. Así funciona su destierro; en eso radica, entre otras posibles, su inexorable limitación. Al comenzar las sesiones de interrogatorios, le preguntan, según se consigna, su nombre. Él empieza mencionando “Bronstein”, pero el nombre que suministra en definitiva es “Trotsky”: es el nombre, y por lo tanto la identidad, que la política le dio. A continuación le preguntan por su ocupación. “Escritor”, responde Trotsky, y no es irónico.
A lo largo de varios días, y a partir de los diferentes aspectos señalados por la comisión, Trotsky narra, explica, detalla, alega, matiza, enfatiza, refuta. Desde los desacuerdos que pudo mantener en su momento con Lenin hasta las visitas que recibió estando ya en la emigración, desde la penosa situación de sus hijos hasta el contenido de sus artículos publicados en el extranjero, desde su oposición política al terrorismo hasta su visión de los juicios de Moscú, Trotsky habla: puede al fin valerse de la palabra para así ejercer su defensa.
El día…, sin embargo, protesta o se preocupa: “Me prometieron que el Sr. Shaw me ayudaría con mi inglés. Pero está sentado tan lejos que no puede ayudarme”. No se trata en absoluto de un detalle menor en esta situación, porque nunca como en un juicio depende alguien tanto de las palabras: se salva o se condena según lo que sea capaz de expresar. Y Trotsky se tiene que expresar en inglés, pero no lo maneja tan bien como quisiera: “Es mi mal inglés lo que hace que me equivoque”. Que pueda en un momento dado aclarar un concepto recurriendo al francés, o que deba en otro momento admitir que pese a haber vivido en Noruega no alcanzó a aprender el noruego, no afectan el problema de fondo. La comisión es internacional y la lengua a emplear es el inglés. Saber francés no mejora las cosas, ignorar el noruego no se compara. Trotsky lo asume: “Un revolucionario debe saber inglés”. Es como si este trance le revelara la dimensión específicamente idiomática de su férreo internacionalismo. No por nada le menciona a la comisión su preocupación por el hecho de que “en el Politburó no haya nadie que sepa un idioma extranjero”. Se debe ser internacionalista también en las lenguas, también con las lenguas. “Un revolucionario deber saber inglés”.
Trotsky sabe, pero no lo suficiente: se equivoca. A veces inventa palabras; por ejemplo, dice “fusillated”, y en la edición de las actas de las reuniones de la comisión hay que agregar una nota al pie que subsane y diga “shot”. A veces el problema es de pronunciación: Trotsky quiere decir “paciente” y le sale “pasión”, o bien quiere decir “paciencia” y le sale “pasiones”, lo cual, si uno se fija, hasta podría implicar lo contrario. Otras veces oye mal: le dicen “quijotesco” y él entiende “exótico”; se lo aclaran en seguida, por cierto, pero la confusión, entretanto, ya ha revelado su verdad. De este modo, en los errores, van encontrando su lugar los fusilamientos, la pasión revolucionaria, un impensado exotismo.
Por eso es interesante cuando Trotsky quiere decir “adjudicar” pero dice “rechazar”, y habla de las responsabilidades en el empleo del terror durante la revolución. O cuando habla de impedir que Hitler tome el poder, y en vez de decir “cómo”, dice “por qué”. O cuando habla de la cantidad de detenidos y deportados a Siberia y, queriendo decir “estimar”, termina diciendo “valorar”. O cuando se refiere a los burócratas del stalinismo y en lugar de decir “semidiós”, dice “medio dios”.
“Debo hacer que mis ideas y mi dominio del inglés vayan juntos”, admite Trotsky, se exige Trotsky. Pero en los tramos en los que el inglés se torna indócil, en esos tramos en que se filtra la imprecisión y hace falta que otro intervenga para introducir una corrección indispensable, se deja ver otra dimensión del drama del hombre de palabra, del drama del internacionalismo jaqueado a partir de entonces por el socialismo en un solo país.
El…, Trotsky emplea la palabra “purga”. No está seguro de haberla dicho correctamente, sus ideas y su dominio del inglés no siempre van juntos. Ante la duda, se detiene y consulta. De inmediato le hacen saber que sí, que la palabra es ésa y se pronuncia así, que dijo bien, que no se equivocó para nada.
Martín Kohan (Buenos Aires)
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1 comentario:
Disculpame la trivialidad: cuando Trotsky cayó bajo la piqueta stalinista (Agosto de 1940), don Laszlo Biro recién estaba tratando de sacar sus primeras biromes del tallercito. Ver:
https://es.wikipedia.org/wiki/Bol%C3%ADgrafo
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